jueves, 3 de mayo de 2012

Juan Gelman

Juan Gelman nació en la Ciudad de Buenos Aires el 3 de mayo de 1930.


Qué falta de respeto, qué atropello a la razón, que sea yo el que se pone a escribir sobre Juan Gelman y no él sobre mí. No porque yo tenga algún valor como escrito sino por la universal distancia entre su pluma y la mía como escritor. Hay que hacerlo por responsabilidad profesional ante el papel en blanco, porque uno se gana los billetes en tiempo y forma con estos garabateos y por osadía. Pero quién podría negar que sería mucho mejo “Vallejos, el de la contratapa” escrito por Gelman que “Gelman, el poeta” escrito por mí. Si yo no escribí, por ejemplo deshijándote mucho/deshijándome/buscándote por tu suavera/paso mi padre solo de vos/pasa la voz secreta que tejés/paciente/como desalmadura de mi estar. Y menos lo escribí mientras combatía, mientras buscaba desenmascarar y desplomar una dictadira, mientras la misma organización de lucha de la que había formado parte, insensata, me condenaba a muerte. Y yo tampoco escribí bájate un poco, contempla esto que soy, este zapato roto, esta angustia, este estómago vacío, esta ciudad sin pan para mis dientes, la fiebre cavándome la carne, este dormir así, bajo la lluvia, castigado por el frío, perseguido te digo que no entiendo. Y menos lo hice entre entradas y salidas de la cárcel por comunista, llanamente, en años de la Libertadora, claro que también por proponer la poesía de combate, poesía como un arma de fuego para cambiar al mundo por el mundo pero mejor.  Yo no fui el que escribió Te mataré con mi hijo en la mano. Y con el hijo de mi hijo muertito. Voy a venir con Diana y te mataré. Voy a venir con José y te mataré. Te voy a matar derrota. Nunca me faltará un rostro amado para matarte otra vez. Vivo o muerto un rostro amado hasta que mueras. Y menos, todavía, a la vez que buscaba a una nieta Andreíta, peleaba con palabras de cross con un presidente Sanguinetti que quería esconderla, encontraba a un hijo Marcelo perdido hace 14 años muerto en un barril de cemento y batallaba porque eso era la vida siempre. No escribí, yo, nunca, ¿Quién dijo alguna vez: hasta aquí la sed, hasta aquí el agua? ¿Quién dijo alguna vez: hasta aquí el aire, hasta aquí el fuego? ¿Quién dijo alguna vez: hasta aquí el amor, hasta aquí el odio? ¿Quién dijo alguna vez: hasta aquí el hombre, hasta aquí no? Menos, nunca, lo hice rechazando un indulto indigno de presidente Turco que equiparaba el crimen de los hambreadores con la violencia de los hambreados. Yo no escribí vos / que contuviste tu muerte tanto tiempo /¿por qué no me esperaste un poco más?  / ¿temías por mi vida? / ¿me habrás cuidado de ese modo? Menos exiliado, lejos, y tratando de volver de contrabando para ver morir de cáncer a madre Paulina y no pudiendo, no volviendo, no viendo. Yo no escribí, qué voy a escribir yo, modesto relator de nadas. En cambio Gelman sí, y la gran siete; Gelman que, sentado al borde de una silla desfondada, mareado, enfermo, casi vivo, dijo Hay que aprender a resistir. Ni a irse ni a quedarse, a resistir, aunque es seguro que habrá más penas y olvido.

Publicado en el diario La Unión del 3 de mayo de 2012.

jueves, 26 de abril de 2012

Carlos Bianchi

Carlos Arcecio Bianchi nació el 26 de abril de 1949, en la Ciudad de Buenos Aires.


Levantó el tubo gordo del teléfono púbico anaranjado, metió el cospel y discó. Trrrrr… trrrrk… seis veces. Muchos años más tarde, a ese mismo lugar llamaría por celular (y con el 4 adelante en la característica). La campanilla larga y pausada sonó dos o tres veces. Y atendió Dios.
–¿Quién habla? –preguntó Dios por educación, porque sabía.
–Yo … Carlitos.
–¿Y qué querés?
Dios es misericordioso pero de pocas palabras.
–Jugar bien a la pelota, Dios. Hacer goles. Pero soy medio patadura, no sé gambetear.
–A ver, Carlitos, decime: ¿qué parte del cuerpo es más importante para jugar bien a la pelota?
–Y… Los pies. Son los pies, ¿no?
–No.
–¿No?
–No. No son los pies. Es la cabeza.
–¿La cabeza? ¿Para hacer goles de cabeza?
–No, Carlitos. Para pensar. Lo más importante en el fútbol es pensar. Vos pensá, Carlitos. Pensá y salís –le dijo Dios, que tenía la cara de Alejandro Urdapilleta y se le veía aunque estuviera hablando por teléfono porque es Dios.
Carlitos pensó y empezó a meter goles. Montones. No era muy alto, habilidoso o superveloz, no tenía una pegada especial, era algo miope y se veía que iba a quedarse calvo. Pero sabía dónde estar y qué hacer para mandar la redonda a las piolas del arco. Hizo pilas de goles. A los 18 años debutó en la Primera de Vélez y a los 20 ya era el goleador del equipo. Esos locos que llevan las estadísticas de toda la historia del fútbol suelen discutir si Labruna tiene el récord de goles con 293 o Erico hizo 295. Carlitos en la Argentina metió 206, pero regaló ocho años durante los cuales jugó en Francia. Y allá clavó otros 179. Hagan cuentas.
Pese a tanto, nunca pudo destacarse en la Selección. Dios no es como el diablo de Goethe pero tiene lo suyo. Por algún lado te cobra. Si no, todos seríamos Messi y Paul McCartney. Carlitos jamás jugó un Mundial. Por una u otra cosa, los entrenadores del seleccionado siempre eligieron a otro.
La historia de Carlitos técnico es más sabida, no hace falta explayarse tanto. Siguiendo aquel consejo de Urdapilleta, pensando, armó equipos invencibles, ganó torneos nacionales, copas internacionales y del Mundo. Y las veces que la cosa se puso dura, marcó aquel número de teléfono –ahora en su celular– y Dios le dijo “decile al arquero que se tire para allá, que la ataja”. Y el arquero se tiró para allá. Y la atajó.
Carlitos fue el DT número uno de la Argentina casi desde que empezó y para siempre. El más votado en todas las encuestas. El más nombrado y el elegido de los hinchas cada vez que hubo que contratar un técnico nuevo para la Selección. Pero por una u otra cosa, nunca la dirigió. Un día marcó, una vez más, ese número. Quería saber, posta, qué estaba pasando.
–¿Qué querés, Carlitos? –lo atendió Dios. A esta altura ya pasaba por alto la formalidad de preguntar quién hablaba.
–Quiero saber por qué nunca la Selección.
Dios se encogió de hombros, arqueó los labios hacia abajo y frunció la frente.
–Ah, no sé. Ojala yo quiera –dijo Dios, acentuando “ojala” grave– que un día pueda ser. Pero yo no decido. Yo hago lo que dicen los clubes.
“¿Se habrá ligado?”, pensó Carlitos. Dios ahora tenía otra cara: cara de humilde ferretero de Sarandí, ojos chiquitos, mentón corto, papada. Y un anillo grueso de oro que decía “Todo pasa”.

Publicado en el diario La Unión del 26 de abril de 2012.

jueves, 19 de abril de 2012

Luis Miguel

Luis Miguel Gallego Basteri nació el 19 de abril de 1970 en San Juan, Puerto Rico.


–¡Qué voz tiene este niño! ¡Qué maravilla! ¡Si va a ser un cantante extraordinario!
–¿Qué dices? ¿Que vamos a ganar mucho dinero con qué?
Es la mar de fácil imaginarse un supuesto diálogo así, entre padres artistas y allegados del ambiente entusiasmados con lo que daba y prometía la garganta del pequeño Luchito.
Pero no nos circunscribamos a Luis Miguel. Hablemos, mejor, de mi amigo Fabio, un tipo bastante más divertido que el puertorriqueño cantor. A mediados de los 80 todos nos matábamos con Yes, que había venido a tocar a Vélez cuando no existía que viniera una banda extranjera, con The Police, Iron Maiden, los Stones adultos, Peter Gabriel y su Amnesty y, por supuesto Charly García. Menos Fabio. Él era incapaz de nombrar dos canciones de Piano Bar y, aunque tocaba el bajo en una banda metaloide, no sabía diferenciar a Bruce Dickinson de Rick Astley. Hasta Riff le importaba un pito. Lo de él era Luis Miguel. Sacaba –más o menos— los tonos de las canciones en la guitarra, tenía todos los discos, unos cuantos pósters y era de los que iban a la puerta del Hyatt si Luis estaba en Buenos Aires. La primera vez que el pibe cantó en el Luna con la voz gruesa (le tuvieron que cambiar el arreglo del “tú y yo, los dos, el pájaro y la flor”, me imagino), de puro fan hizo correr la bola de que Luis Miguel estaba por salir del estacionamiento y lo sacó a su hermano, el Chori, rubio y melenudo, tapándose la cara con la campera en el asiento de atrás del auto. Hordas de jovencitas enloquecidas se treparon al capó y el techo del Falcon de don Tony (el padre de Fabio, sí) y casi le hacen destrucción total mientras el hermano corría riesgo de asesinato si llegaba a asomar un ojo y saltaba el engaño.
Era inexplicable, porque no éramos nenes, teníamos más de 20 años, tal pasión de un muchacho grande por un carilindo romántico. “Canta como la puta que lo parió”, decía Fabio, y era cierto. Tanto como que él también se volvía loco por Sergio Denis, lo que invalidaba cualquier apreciación musical suya.
¿Por qué lo hacía? ¿Por las pendejas? Seguramente no; su gusto era genuino. Pero es cierto que mientras los demás nos chocábamos las guindas en recitales de Memphis –todo muy lindo, sí, con mucha onda, pero había como mucho una única señorita y estaba con el baterista–, él, gracias a Luismi, se movía en un ámbito mucho más abarcativo del espectro femenino. Y que, a lo largo de casi 30 años, Fabio anduvo gordo, flaco, musculoso, fofo, pudiente, pobre, enamorado, desengañado, dandy y cornudo, pero siempre con chicas a su alrededor o en la mira. Y gracias a Luismi. Y tanto anduvo que llegó a ser experto en novias en los programas de Ari Paluch y Pettinato, consejero de jóvenes despechados por internet y ahora es escritor y sus libros sobre conductas relativas de las féminas se exhiben en los estantes de “Autoayuda”. Todo gracias a Luismi. Y ahora que somos grandes, los demás reconocemos, nos guste o no –mayormente, no—que el puertorriqueño de los dientes con intermezzo y el peinado sospechoso la mueve lindo con las cuerdas vocales. Porque el “que no sabes lo que tú me haces sentir” te pone a 120, la interpretación de “no culpes a la plaia” es tan grasa como impecable y el último fraseo de “Palabra de honor”, es el non plus ultra de los cantores con manicura. Aprendimos a saber que, en el juego que juega, Luismi la rompe. Y fue gracias a Fabio.

Publicado en el diario La Unión del 19 de abril de 2012.

jueves, 12 de abril de 2012

Carlos Reutemann

Carlos Alberto Reutemann nació en la ciudad de Santa Fe el 12 de abril de 1942.


Fue y le devolvió al periodista amigo los varios cientos de dólares que el otro le había dado a ella la noche anterior para que ella los reventara en el black jack. “Tomá –se los devolvió y le dijo— pero nunca más le prestes un centavo”. Él jamás le liberaba el efectivo. Y en esos años no había Banelco. Ella era una chica dispendiosa, de familia bian, que nunca había padecido apreturas y vivía como si la guita fuera el aire. Él era en lo económico un buen partido, un buen nombre y un buen hombre. Pero le faltaba glamour. Ella, quizás, envidiaba la facha loca de James Hunt, la vida de playboy de Laffite, la flmaa tana de Andretti, los lujos millonarios de Merzario, incluso el magnetismo sci-fi de Niki. Y lamentaba, quizá, que de todos el suyo fuese el gaucho que de chico iba a la escuela a caballo y que había aprendido a correr arriba de un tractor y a ser metódico y cauto dándoles de comer a los chanchos.
No le fue mal a Lole en la Fórmula Uno, aunque parecía que sí porque no salía campeón. Con sus maneras de “una duda es una duda y no una instancia a optar” corrió en los mejores equipos, ganó 12 grandes premios y no llegó al título mundial porque el venenoso de Frank Williams le metió el piripipí a su auto en la última carrera de 1981. Seguramente es por eso que lo seguimos viendo más como un ex piloto de F1 que como un político, aun cuando anduvo sólo 10 años sobre Brabhams, Ferraris y Lótuses y en la política ya lleva más de 20 con cargos públicos tan destacados como gobernador o senador de la Nación.
O será que cuando él corría la gente se levantaba los domingos a la mañana para verlo, se fumaba los relatos y comentarios de Cando y Acosta y se hacía malasangre delante de la pantalla hasta que el Lole abandonaba, terminaba segundo o tercero o ganaba. En cambio su política de frialdad y cautela nunca emocionó demasiado a nadie. O es posible que así como en el automovilismo llegó hasta donde llegó y fue bastante, en la política también haya avanzado hasta donde es capaz de avanzar y no es para tanto. Quién sabe. La política es a veces ciencia oculta para las mayorías.
Cosas de la vida: siempre esperamos un logro mayor del Lole piloto. Es que veíamos que tenía con qué, pero no pudo ser. En cambio, el Lole político, de quien no esperábamos ya nada trascendente, nos concedió el logro más grande cuando dijo “vi algo que no me gustó” y se fue a boxes. No hubo Lole y el capocheta, usualmente corto de vista, se creyó que de verdad Néstor podía ser su chirolita. ¿Sabría Lole que al tirarse a la banquina le abría paso a semejante Presidente? Difícil, pero seamos buenos y pensemos que sí. Que igual que aquella vez en la carrera de Brasil, cuando le mostraron el cartel de “JONES-REUT” y él no obedeció porque sabía que ganaba, en las elecciones de 2003 le mostraron el de “REUT-KIRCH” y tampoco le hizo caso porque entendió que ganábamos todos. No es verdad, pero vamos a hacerle este regalo en reciprocidad porque él puso su parte para regalarnos aquel Néstor, y ya que es su cumpleaños.

Publicado en el diario La Unión del 12 de abril de 2012.

jueves, 5 de abril de 2012

Cacho Tirao

Oscar Emilio Tirao nació en Berazategui, provincia de Buenos Aires, el 5 de abril de 1941. Murió en la Ciudad de Buenos Aires el 30 de mayo de 2007.


Cuando los diarios vengan con música va a ser más fácil. No sería nada raro. Tanto escorchan con “el final del diario en papel” que nunca pasa y nunca va a pasar, ¿por qué no pensar al revés, en “el comienzo del papel con Internet”? Y ahí va a ser más fácil. Porque ésta es una historia que viene con música de fondo: la del mejor Adiós Nonino en una guitarra sola que existe, dulce, envolvente, avasallante, lleno de notas y de música. Buscás esa versión, metés play y entonces sí, te ponés a leer.
Esta historia, además, empieza casi cuando termina. El 16 de diciembre de 2000, Cacho Tirao tocó Adiós Nonino en la Casa de la Cultura de Adrogué. Lo tocó como lo había hecho 30 años atrás integrando el Quinteto de Astor Piazzolla pero solo, porque Tirao solo sabía sonar como un quinteto de cámara. Tocó por milésima o millonésima vez en sus 53 años de trayectoria artística, 59 de vida. Tocó Adiós Nonino para terminar el recital, se levantó del taburete y no saludó al público porque cayó fulminado por un rayo cerebrovascular que le dejó inerte la mano izquierda, la que sabía volver viruta los diapasones.
En los tiempos en que Cacho Tirao empezó, a los músicos como él difícilmente se los veía. De tanto en tanto sí, en algún teatro, o los que eran verdaderamente entendidos y seguidores. Si no, el hábitat era el disco o la radio, ambos en soporte negro, ése que en las clases de física de tercer año nos enseñaron que era ausencia de color y no uno de ellos. Cacho, velocista preciosista, arreglador sorprendente (acá poné stop, buscá Berimbau, de Baden Powell, por Tirao, y vas a entender de qué se trata este asunto), capaz de hacerte de una guitarra una orquesta polifónica o un atardecer en Hokkaido, conseguía que, escuchándolo en un disco, vieras sus dedos macizos trajinar el diapasón. Algunos, pocos, legos, decían que era un defecto, una desprolijidad que se oyera algo más que no fuera la cuerda pulsaba. Otros cerraban los ojos y le veían los dedos. Y cuando se puso a tocar una vez por semana en la televisión de cuatro canales grises, vieron que era cierto y que era bueno. Con las grabaciones que sacó mientras salía en la tele vendió un millón de discos. Un millón. Diez millones de dedos. Cuatro millones de dedos zurdos pisando tripa de la prima a la bordona, como decían Alfonso y Zavala.
Esa ponchada de dedos fue que se quedaron quietos aquel diciembre. “No toco más”, pensó Cacho que decidía. Tanto había hecho ya que le pareció suficiente. Para qué más conciertos, viajes, discos, escalas y armonías. Pero su siniestra tenía ideas propias. Se entrenó como Rocky en el frigorífico, tamborilenado y dibujando arañas sobre un diapasón sin guitarra. La fue corriendo de atrás a la diestra hasta que consiguió alcanzarla. Rehízo los callos. “Agujas clavadas en los dedos”, decía el dueño de la mano que sentía después de cada día de entrenamiento. Decía que sentía. El asunto iba bien.
Al final del final, la mano zurda grabó el último disco, volvió a llevar a su jefe a un escenario, dejó así de chiquita una guitarra nueva. Y apenitas después dijo “ya está”. Esa mitad de Cacho Tirao que había hecho el camino de ida y vuelta al cementerio cantó –o, mejor, tocó— diez de última y se llevó a Cacho Tirao entero. ¿Para qué más armonías, escalas, discos, viajes y conciertos?
Poné stop, que terminó la historia. O, si querés, seguí escuchando el diario.

Publicado en el diario La Unión del 5 de abril de 2012.

jueves, 29 de marzo de 2012

Terence Hill

Mario Girotti nació en Venecia, Italia, el 29 de marzo de 1939.


El sueño del pibe –del “muchacho”, para ponerlo en términos de cine clásico— era conocer a Jack Beauregard. Al gran, el incomparable, Jack Beauregard, el pistolero más rápido del far west, legendario cowboy que desenfundaba, disparaba y guardaba sin que se viera que el arma hubiera salido de la cartuchera. Beauregard peleaba contra bandidos y maleantes y contra la fama que, a su edad, le impedía retirarse. Todo el tiempo, alguien lo provocaba o lo retaba a duelo sólo para convertirse en “el hombre que mató a Jack Beauregard”. Y a él no le quedaba otra que seguir batiéndose y matando. Tenía que desconfiar hasta del peluquero –del barbero, según se le decía—y hacerse afeitar a punta de pistola.
El muchacho sin nombre se hacía llamar Nadie. El chiste era obvio: “Nadie es más rápido que Beauregard”. Pero el pibe no quería batirse contra él sino con él. Y derrotar, los dos juntos, a los bandidos del terrible Grupo Salvaje.
Acá la película se llamó “Ahora mi nombre es Nadie”, traducción de los originales “My name is Nobody” e “Il mio nome è Nessuno” –como tantas en su género, la película se editó oficialmente en dos versiones, en inglés y en italiano—. Y fue una mamushka rusa de botas, chaleco y pistolas humeantes, símbolo de un antes y después dentro de otro. Nadie era el muchachito que venía a ocupar el lugar del ya vivido Beauregard. El western spaghetti  cerraba su círculo como la variante moderna a las legendarias aventuras de John Wayne, Alan Ladd o Henry Fonda. Y, en los roles estelares, el propio Fonda era el veterano en retirada y Terence Hill la estrella que acá se instalaba como héroe a la par, quizá, de Giuliano Gemma y ningún otro.
“Yo trabajo solo”, le remachaba Jack a Nadie, pegado a él como un monitor. Pero, al fin, era inevitable que enfrentaran juntos al Grupo Salvaje. Beauregard supo que el jefe de la pandilla había matado a su hermano, Nevada Kid. Ya tenía un motivo. Nadie hizo los arreglos necesarios y así llega la imponente escena de los dos justicieros frente a la horda de salvajes, acertándoles con sus balas y haciendo estallar la dinamita en sus monturas.
Hill, que venía de reventar taquillas con las dos entregas de Trinity en las que junto a Bud Spencer destrozaban el falso Oeste a trompadas y tiros, siempre evaluó esta de Nadie como su gran película. Aun cuando las anteriores fueron tan populares que los viejos fans de barrio siguen refiriéndose a “Ahora mi nombre es Nadie” como “la mejor de Trinity”. Aun cuando con el gordo Spencer hizo historia en 17 filmes que fueron del Oeste a Miami, Brasil o España. Desde 1968, cuando emergió a pistoletazos, Hill fue siempre aquel muchacho polvoriento bajo el sol rajante. Y sus personajes posteriores, la curiosidad de ver a un cowboy disfrazado de millonario, policía o cura. Y aun después de haber devenido actor de carácter y hecho de Lucky Lucke y Don Camilo.
En el momento culminante, Nadie y Beauregard se baten a duelo en la avenida polvorienta frente al saloon. Nadie es más rápido. Beauregard cae. Pero es un tongo. El viejo Jack se hizo el muerto y ya sin fama ni familia, vida pública ni pesados a su alrededor, navega rumbo a su jubilación en el Viejo Mundo. Nadie ocupa su lugar. Es quien ahora desenfunda como un rayo frente a maleantes o provocadores y esquiva balas a movimiento de cintura y cuello. Y, claro, no confía ni siquiera en el barbero.

Publicado en el diario La Unión del 29 de marzo de 2012.

jueves, 22 de marzo de 2012

Karina Jelinek

Karina Olga Jelinek Yamaguchi nació el 22 de marzo de 1981 en Villa María, Córdoba.


Ella se llamaba Olga y no quería que nadie lo supiera. Olga era un nombre sin glamour, de vieja, de fea, maldita la hora en que su padre austríaco le había puesto Olga, Karina Olga. ¿Por qué no Karina Giselle? ¿O Karina Belén? Nadie más que quienes lo sabían tenían que saber que ella se llamaba Olga. Pero a alguien se le escapó. La tele todo lo puede y la insistencia cómplice del productor de un programa fue suficiente para hacerle abrir la boca a algún allegado bocina. Cuando Pettinato le preguntó “¿no te gusta que te digan Olga?” ella no supo qué responder. No podía decir que sí, siempre se había negado a llevar ese nombre. Tampoco que no, porque era cierto. Como tantas veces, no supo qué pensar. No supo qué hacer. Se fue.
Ella le vendió la exclusividad de la imagen de su culo a una marca de pastillas para adelgazar. Y por mucho tiempo no pudo mostrarlo. Lo tenía embargado. Se entregó, entonces, a las gorgonas redondas de su pecho, tan imponentes y artificiales, iguales a tantas otras de otros pechos, iguales una a la otra. Durante algún tiempo ella fue frente sin dorso. Y fue como si a Piazzolla le hubieran escondido el bandoneón o a Palermo, prohibido patear al arco. Trasero esquivo… Todo por culpa de una exclusiva.
Ella supo pronto que muchas veces no sabía qué contestar. Y aprendió un comodín: “Lo dejo a tu criterio”. Desde entonces lo usó para todo, ya fuese que le preguntaran si era mejor como actriz o como modelo, si le parecería bien hacer un “desnudo cuidado”, qué opinaba de las recientes declaraciones de Stefanía Xipolitakis o cuál era la capital de Italia. Ella respondía “lo dejo a tu criterio”. Y advirtió que el recurso funcionaba. Y le gustó.
Ella cuenta que no endosó un cheque y le puso dedicatoria, que no mezcló un alfajor con un ácido en la secundaria y que no demandó al tipo que le dijo Olga. Tal vez le parezca elegante decir que no. Ella dice que fue a París “y todos hablaban en Francés” que no es “de la generación de leer libros”, que su nombre artístico “es Karina Jelinek” pero su nombre real es “Karina Jelinek”. Ella…
Ella se casó con un multimillonario de rodete. Fue la princesa rosa de Leonardo. Él le compró anillos de diamantes grandes y caros como el Taj Mahal, autos lucientes y veloces para pasear por Palermo y otros distintos que hicieran juego con Puerto Madero, una mansión con habitaciones en las 23 provincias, tal vez viajes o caprichos. O un kilo de helado en Freddo. O un pony. La llevó de paseo a Miami para declararle su amor en Cancún. Eso es clase. Él no le hacía preguntas, al menos no en situaciones de exposición pública. Y ella, a él, no le respondía “lo dejo a tu criterio”. Enamorados, separados, tatuados o insatisfechos. Qué importancia tiene. Era una historia de amor y mucha plata en la que ella siempre fue, básicamente, un amor.
Ella, ligustro imponente, india oliva japonesa, fatal monumento exótico, flor de upite, flor de tetas para hincarles bien el ojo, partirla en dos como un queso, hacerle saltar los piojos, darle del suelo al pescuezo, pasarla por bayoneta y si quiere gritar, que grite.

Publicado en el diario La Unión del 22 de marzo de 2012.

jueves, 15 de marzo de 2012

Ariel Delgado

José Ariel Carioni nació en Mercedes, Corrientes, el 15 de marzo de 1931. Murió en Buenos Aires el 16 de octubre de 2009.


Era una voz sin cara. Mirá qué curioso: en ese catálogo panóptico de todas las cosas y lugares y personas que hay y hubo en el mundo que es Wikipedia, la ficha correspondiente a Ariel Delgado no tiene foto. Está bien; no hay imagen. En Delgado, la cara era un extra reservado a los más cercanos. Para el país y el pueblo, en cambio, era esa voz. “Hay más informaciones para éste boletín”. Sí, cierto, en esa oración la palabra “este” no debería llevar acento. Pero así la decía Delgado, atildada y, es más, apretada al “para” anterior, sin el agujero en el medio: “paraéste”. “Paraéste boletín”, decía, muchas veces, no sé cuántas pero en mi recuerdo de yo infante se me hace que unas 20 ó 25 por media hora de informativo, probablemente no fuesen tantas.
Voces machazas se escuchaban en la radio de casa. En Rapidísimo, Larrea. Antonio Carrizo con La Vida y el Canto. Cacho Fontana. Y “hay más informaciones para éste boletín”, sin ni nombre. No había “Show de Ariel Delgado”. Sólo noticias. Delgado fue un hombre que quería difundir informaciones, simplemente, nada menos.
“Un pajarón”, lo calificaban aquellos a quienes les caía mal no el latiguillo de Delgado y el tono monocorde sino también el hecho de que a través de una radio uruguaya –Radio Colonia—y peronista –propiedad de Héctor Ricardo García—, chicaneara las prohibiciones del gobierno argentino que por algo era que prohibía. Delgado daba noticias, monocorde. Nada más decía. “Hay más informaciones…” y el pronóstico del tiempo. “Hay más informaciones…” y una denuncia de violaciones a los derechos humanos en la Argentina. “Hay más informaciones…” y uno que ganó solo el Prode. “Hay más informaciones…” y la entrega del Premio Nobel de la Paz a Adolfo Pérez Esquivel. “Hay más informaciones” y un terremoto en la India. “Hay más informaciones” y la desaparición de Rodolfo Walsh. “Hay más informaciones…”.
“Buenos Aires. Una junta de comandantes asumió esta madrugada el poder en la Argentina. Tanques y tropas del ejército con pertrechos de guerra ocuparon el casco céntrico de la Capital Federal”. Eso dijo Ariel Delgado el 24 de marzo en la apertura del informativo de Colonia. Dio una noticia, nada más. Así visto parece poco y no lo era. Al mismo tiempo, todos los canales y radios del país transmitían en cadena los comunicados oficiales de la dictadura y la tapa de Clarín decía “Total normalidad. Las Fuerzas Armadas ejercen el Gobierno”.
En septiembre de 1979, una comisión de la OEA visitó Buenos Aires para comprobar las violaciones a los derechos humanos. Delgado quiso informar. En Uruguay también mandaban los militares. Lo sacaron del informativo y le dejaron un micro diario de cinco minutos. Al año siguiente, en ese mini espacio, habló de Pérez Esquivel y Jacobo Timerman. Lo sacaron de Uruguay. Vivió en Roma y en Nicaragua. Volvió con la democracia, trabajó y fue despedido de cuatro radios, siempre por los mismos motivos: querer hablar de lo que no querían que hablara. No sólo los militares censuran; también los empresarios.
Fue secretario de redacción de Crónica y locutor de Crónica TV, después. Pero esta parte del asunto no tiene nada relevante. No se puede escribir “hay más informaciones paraéste boletín” en el encabezado de cada noticia de un medio gráfico. No se puede ocupar un lugar destacado en la televisión cuando uno es una voz y no una cara.

Publicado en el diario La Unión del 15 de marzo de 2012.

jueves, 8 de marzo de 2012

Kat Von D

Katherine von Drachenberg Galeano nació el 8 de marzo de 1982 en Montemorelos, Nuevo León, México.


Me pregunto si alguna vez llega el momento en que algunos tatuadores y tatuados se sienten frustrados con la piel que habitan. Empiezan por hacerse un tatuaje: un dibujito, una guarda, unos ideogramas chinos, el nombre de alguien, Jesús, el Che Guevara, Homero Simpson los más tontos. Siguen. Se hacen otro. Algo que les parece relevante y digno de ser puesto en tinta, algo que le queda bien a su brazo, su pecho, su espalda o el nacimiento de su culo, algo nuevo, algo azul, algo prestado. O están aburridos de verse como se ven y ¡fa! un tatuaje. Hasta que un día quieren otro y ya no tienen dónde. Entonces, pienso yo, se frustran, se dedican al grafiti o la pintura decorativa, se dividen la lengua en dos o se pintan las uñas.
Kat Von D es la más famosa de todos los tatuadores del mundo. Aparentemente lo hace muy bien. Además, da linda y sexy en la tele, muestra el ombligo, tacos altos, boca roja, pelo raro, y le sobra para que LA Ink, el inverosímil reality que la exhibe día tras día en su negocio sea un éxito en muchas partes. Acá es marginal, sólo para fanáticos o entendidos, está a la cola de la grilla del cable. A Kat todavía le queda algo de espacio como para no frustrarse. Tiene un fárrago de dibujos y letras en piernas, brazos y manos, cuello, pecho y espalda, 21 estrellas bordeándole la izquierda de la cara y un rayito que viborea al lado del ojo derecho. Es hija de argentinos, y la conexión país siempre suma. Funcionó con Roland Orzabal, Roberto Baggio y los novios perfectos Matt Damon y Michael Bublé. ¿Por qué no iba a andar bien con Kat?
En el programa, ella es la jefa que preconiza “todos somos amigos” y trata como el upite a todo el mundo. Está Corey, otro tatuador, su amigo del alma salvo las veces que discuten por qué hora es, o cosa así, y él se va, pone su propio negocio pero después vuelve. También Adrienne, la encargada que basurea a todos pero como no habla nadie lo sabe. Y Liz, que entró de cadeta pero ella quiere ser gerenta de RRHH. Craig, la competencia, un tatuador de saco y corbata que se babea. Amy, que se pinta las cejas a la altura donde a Víctor Hugo Morales le nace el pelo. Y Nikki Sixx, el bajista de Mötley Crüe, circunstancial novio de Kat. Y un montón más de ridículos que van, vienen y desaparecen. Todo parece un montaje. Es Estados Unidos (“esto es América”, dirían ellos): no hay nada que no esté arreglado. Los clientes, la parte menos relevante de la trama, son lo más creíble. Entra un quía de musculosa y pide: “Quiero hacerme este platillo de sopa humeante porque representa el sudor de mi novia que murió en un accidente en un sauna turco y nunca dejaré de amarla”. Las temáticas son otras pero el esquema motivacional es semejante al que podemos encontrar en cualquier local de tattoo de la Galería Laprida. Allá y acá. Marilyn y el Che. Una rosa espinosa y un jazmín del país. La bandera de los estados confederados y la albiceleste. Una Harley Davidson y el escudo del Taladro. Un símbolo apache y una guarda pampa. Un nombre: Debbie y otro: Claudia. Una frase en chino y una frase en chino. Puros argumentos buscados para decorarse como si fuese indigno admitir que simplemente se quieren pinturrajear un poco. Acá y allá casi no hay diferencia. Sólo que acá la gráfica la hace un tipo con piercings, orejas de cocker y pantalones tres cuartos. Y allá la dibuja Kat Von D. Vaya si la dibuja.

Publicado en el diario La Unión del 8 de marzo de 2012.

jueves, 1 de marzo de 2012

Benito Quinquela Martín

Benito Juan Martín, luego Benito Juan Martín Chinchella y por último Benito Quinquela Martín, nació el 1º de marzo de 1890 y murió el 28 de enero de 1977, en la Ciudad de Buenos Aires.


Si lo que dice acá arriba, a apenas una calle de diseño (antes se decía diagramación y sin embargo era lo mismo; debe de haber cambiado el nombre nada más, como cuando le pusieron Tavano a Virgilio) de distancia, es totalmente cierto, va a ser por suerte, casualidad o destino. La verdad es que no se sabe probadamente dónde, cuándo y quién nació aquel marzo. El dónde es una aproximación basada en probabilidad. Si a la criatura la dejaron en la puerta del Hogar de Niños Expósitos, actual Hospital de Niños Pedro de Elizalde (otro que cambió de nombre, como Benito mismo), en  la esquina de Caseros y Montes de Oca, a una cuadra de la estación Constitución, lo más probable es que haya nacido no lejos de allí. El cuándo lo determinaron los médicos del hogar que lo midieron, lo pesaron y concluyeron: “Este chico tiene 20 días”, y era viernes  21. Y el quién fue decisión de los curas que, con autoridad de cura, lo bautizaron Benito Juan Martín, se dice que porque el bebé llegó con un papel que traía escrito ese nombre, o tal vez no. Traía, eso sí, medio pañuelo bordado, la mitad que le tocó guardar del misterio de su origen. Suele suponer la gente que quien guarda un misterio conoce la verdad verdadera tras el velo. Pero a veces no es así y el guardián sólo posee el misterioso misterio. Cuando Benito tenía siete años, los carboneros Manuel y Justina Chinchella se lo llevaron de la Casa Cuna a que fuera hijo de ellos. Y fue Quinquela. Los carbones de la Boca fueron su primera primitiva arma de artista. Y fue pintor.
Marineros y estibadores cargan y descargan ahí del Puente Viejo. Un buque en ruinas se va deshaciendo bajo la tormenta.  Las barcas descansan, se amontonan y se reflejan en el agua todavía posiblemente azul del río. Don Quinquela pintó barcos, Riachuelo, puerto y portuarios. Apenas pintó otras cosas que, de tan pocas, se cayeron de su biografía. Muchas veces al fondo está Avellaneda, el Docke, este lado del río. El escenario es el otro, las Barracas al norte, los colores de la Boca urgentes en su espátula, porque Don Quinquela tras la iniciación pronto desechó el pincel despacioso, cauto y fino. El puerto no es fino.
Es Don Quinquela porque lo aprendimos de viejo. Así está en las fotos, las estampillas y la película en la que Arturo Puig se debate entre la 9 de Boca y Susana Giménez: un duende con cuatro pelos locos y un hongo como nariz crecida por los años, como el de la Canción para los días de la vida. Pero en lugar del violín que nunca calla, la espátula refalosa que sacaba a pasear colores y también era igual a las guirnaldas. Quinquela Martín se hizo viejo en el tiempo que tardó el arte, siempre tan culto, para entenderlo. Entretanto vivió de lo que pudo y a veces de lo que no pudo, expuso hasta por la fuerza e imaginó Caminito de fachadas coloreadas, como una callejuela hecha con todas las cajas de Rasti, allí donde antes había puro cardo y vía.
Como si hubiera querido compensar su primera infancia entre sotanas negras, curas y doctores de blanco, Quinquela pintó al pueblo en mil colores y fue hijo natural del puerto y la Boca.  Obreros, río y barcos que pintó su mano irrefrenable colorearon el ataúd en donde lo acostaron finalmente. La vida no podía ser gris para Quinquela. Menos, la muerte.

Publicado en el diario La Unión del 1º de marzo de 2012.

jueves, 23 de febrero de 2012

Mirtha Legrand

Rosa María Juana Martínez Suárez nació en Villa Cañás, provincia de Santa Fe, el 23 de febrero de 1927.


Hoy también cumple años Silvia, la melliza misteriosa, la que al pasar por un cuartel se enamoró de un coronel y se acuarteló para siempre. Silvia que se llama María Aurelia pero le dicen Goldie, un apodo que le pusieron en familia por lo rubia, aunque de chica rubia no era. ¿Sería rubia de adentro, como dice Mirtha que es ella, de adentro y de afuera? Goldie, remoquete en inglés porque qué bien suena lo inglés, no como “rubia” español, anodino, casi submundano, aunque Chiquita, todo frescura y gracejo, después contó que en realidad al principio a la hermana la llamaban Gordi. ¿Habrá envidiado Mirtha ese Goldie elegante y británico al lado de su Chiquita tan de solero y mate en la vereda? Mirtha tenía un esposo francés. Silvia, uno de uniforme. Mirtha, de uniforme, tiene a sus mucamas. ¿Qué envidiará Silvia de Mirtha? ¿Tendrá en su recoleta casa de zona norte buena luz artificial que disimule sus arrugas? ¿Envidiará tal vez la pleitesía de Luis Aguilé? ¿Soñará que una locutora la presenta en off cada vez que entra por el pasillo del vestidor al living? ¿Se peinará con Roby apenas levantarse? De Silvia nada se sabe. Es una señora, meramente. De las que no salen en los diarios salvo que las pise un 266 y a veces ni siquiera. ¿Almorzará sola Silvia? ¿Pondría Canal 2 para ver qué prepararon de comer en lo de su hermana? La locutora dice “hoy tenemos ensalada de suaves hojuelas de caléndula, entrecot a la Rogullard con papas jóvenes y glaseado de foie gras y, de postre, trío de chocolates centroeuropeos laminados en oro. Y para el comedor ‘Los morochitos felices’ 200 raciones de polenta y un cajón de naranja de ombligo”. Y quizá Silvia, a mitad de camino entre los dos menús, coma su milanesa de pollo sentada en la cabecera, sola. Pero esta noche, ¿quién ocupará la cabecera en la cena de cumpleaños? ¿Irá Valeria Gastaldi? ¿Y Juanita Viale dirá “no sé para qué pregunta la abuela si no te escucha y se pone a hablar de otra cosa”? ¿Le dirán Silvia a la tía? Porque Goldie es apodo, pero Silvia es nombre no propio sino apropiado, como Mirtha, aunque ella seguramente considere que es “Mirtha de adentro y de afuera”. “No vayan a decirle Rosa, chicos, por favor, que nos deshereda”, pienso que más de una vez ruega Marcela. ¿Le rendirán culto todos al tótem Mirtha o la dejarán hablando sola del zurdaje, el féretro vacío de Néstor Kirchner, Astiz y las pelotas de De Vicenzo? “Me tiene podrida con todos los PNT que mete antes de servir la cena. Hay que aguantarle los chivos de las joyas, los zapatos, el centro de mesa, el desodorante de ambiente, y al final la colita de cuadril mechada la comemos siempre fría”, calculo que le reclamaría en su momento Eugenia Suárez a Nacho Viale, después, de madrugada, mientras descorría el cubrecama. No debe de ser fácil para ninguno. La señora piensa, seguro, que es la mejor anfitriona, buena conversadora –excelente entrevistadora, por supuesto, si lo dijeron Blanc y Lafauci— la más elegante, graciosa, divertida, “canchera”, moderna, buena madre, tía, abuela, buena vecina, inmaculada, generosa y joven. ¿Tendrá ganas Goldie, hoy, de ponerse los tacos y comer con la hermana? ¿O también ella estará harta?

Publicado en el diario La Unión del 23 de febrero de 2012.

jueves, 16 de febrero de 2012

Roberto Mouras

Roberto Mouras nació el 16 de febrero de 1948 en Moctezuma, Partido de Carlos Casares, Provincia de Buenos Aires. Murió el 22 de noviembre de 1992 en Lobos, Buenos Aires.


Están locos. Van en procesión allí donde haya una carrera. Miles. Llegan un par de días antes. Acampan. Pruebas, series, final. No se pierden nada. Escuchan pasar a cada auto que pasa mientras tiran a la parrilla chorizos y falda y, ahora que la cosa está mejor, asado o vacío. Comen sánguches en pan francés, milanesas frías, chupan naranjas. Hay de todo y providencia de bebida. A la noche van al lugar al que haya que ir del pueblo donde estén y se encuentran a ellos mismos. Algunos van con su coche a 180, por esas 15 cuadras. Otros no. Capaz que una de esas noches eligen la reina del pueblo, votan, y quizás uno con un poquito de chapa hasta es jurado, aunque la reina ya está elegida, es la que dijo el intendente. El domingo es la carrera. Hinchan por Chevrolet o por Ford. Chevy contra Falcon. Un clásico raro, encarnado en autos de otra época, que no se fabrican más pero siguen compitiendo para ver cuál va más ligero. Como si Boca y River siguieran jugando el Superclásico año tras año con los mismos jugadores de aquellos tiempos, Passarella y Alonso de un lado, Mastrangelo y el Chino Benítez del otro, sesentones, y la cancha siempre llena da fanáticos enajenados, algunos de los cuales ni cumplieron los 20.
Pasan los Chevrolet y los Ford. Rruuummm. Es un segundo. Menos. El que va arriba no importa tanto, es una circunstancia, lo que vale es la marca del auto. Pocos llegaron a imponerse y valer más, para ellos, que el coche que piloteaban. Por ejemplo, Mouras. Rruuummm. Pasaba el auto y ellos en loquecían (locos enloquecidos) porque era Mouras. Rruuummm. Un segundo, o menos, y a esperar un rato para volver a verlo ese instante al pasar. A veces, sin saber si iba primero, segundo, tercero o nada. Porque en la época de Mouras muchas carreras se hacían en pistas armadas en la ruta, triángulos aprovechando una encrucijada mixta de caminos, o una recta para allá, la vuelta en U y otra recta para acá por el carril opuesto. Y los autos largaban por tandas y les tomaban el tiempo. Ellos sabían que Mouras iba rápido pero no cómo iba. Hubo carreras, Grandes Premios en varias etapas, en las que ni él sabía, que los pilotos le metían todo lo que podían hasta el final y ahí uno les decía “ganaste” o no. Ellos, igual, se acostumbraron a que Mouras, lo supieran o no, casi siempre iba primero. Ganó 50 carreras de TC. Solamente Juan Gálvez ganó más que él, pero nunca seis seguidas como el Toro en el 76. Mouras ganó cuatro campeonatos y perdió ese del 76, la ciencia no puede explicar cómo. Fue ídolo hasta corriendo en Dodge, algo así como jugar para Lanús un campeonato en el que están Boca y River. Peinaba la pista con raya al medio, de tan elegante para manejar esos trastos de fierro a 250 por hora. Un Scalextric. Eso decían que parecía el auto de Mouras.
El domingo aquel, en Lobos, chau asado, naranjas, providencia y escaléctric. Se rompió una goma y la Chevy se independizó de las manos del Toro, libertad inmadura de auto loco que terminó contra un talud de tierra. Chau carrera, también; se suspendió y ganó Mouras, que iba primero y murió yendo adelante. Veinte o treinta mil lloraron en vivo y en directo, hinchas de cualquier marca, y muchos más siguen hoy, a 20 años, renegando por su ausencia. Esa tarde no hubo joda ni coches a 180. En la carrera siguiente sí, seguramente.

Publicado en el diario La Unión del 16 de febrero de 2012.

jueves, 9 de febrero de 2012

Víctor Sueiro

Víctor Sueiro nació el 9 de febrero de 1943 y murió el 20 de junio de 1990 y el 13 de diciembre de 2007, en la Ciudad de Buenos Aires.



Tía Estela,
te escribo ahora que no estás con la ilusión de que puedas leer esta carta y perdonarme. Es improbable, pero siento que aun así tengo más chance de que atiendas a mis palabras que cuando estabas en casa, conmigo. Era difícil, Tía Estela, hablar con vos sólo durante las propagandas e interrumpir cualquier argumento apenas aparecía la placa del 13. Cuando llegaba el otro corte uno ya había perdido el hilo, tenía que empezar de nuevo. Sería por eso, Tía, que nos pasamos la vida discutiendo sin ponernos de acuerdo. Y ahora que estoy solo pienso que tenías razón. Y me gustaría que lo supieras; qué meta absurda, ¿no, Tía Estela? El equivocado era yo.
¿Cómo le podías creer a Víctor Sueiro, inventor de noticias, fenómenos, entrevistas y entrevistados? Eso pensaba yo y te lo decía a los gritos. Y vos: “Yo le creo. ¿Por qué no puede ser cierto?” Vos con tu irracionalidad inquebrantable que me volvía loco. Sueiro le decía “la mamita” a la Virgen María (a mí me hacía reír porque me acordaba de Francella con Silvia Kutika en “De carne somos”), televisaba cielos santos con dos soles, jesuses que lloraban, sanaciones milagrosas. ¡Sueiro decía que se había muerto asomado al Paraíso y vuelto! Me volvía loco. Y vos: “Para mí es un buen hombre. Tendrías que ser menos incrédulo”. Loco, Tía, me ponían él y vos. ¿No te dabas cuenta de que ese tipo, mucho antes de sus milagros, había sido de los que sostenían, en la revista Gente, que la verdad es lo que sale en la nota y no a la inversa? ¿Que antes de relatar a la mamita le escribió los libretos a Olmedo? ¿Que según sus muchos amigos era divertido y ocurrente? ¡Ocurrente, Tía! ¿No te dabas cuenta? Pero, claro, todo esto no te lo podía decir porque aparecía la plaquita de “La Tele” y vos “¡sshhh!”, me mandabas callar, que volvía Víctor con sus misterios y milagros. Me daba bronca, Tía. Pero ahora que no te tengo conmigo me doy cuenta de que estabas en lo correcto. Porque, ¿qué es la vida, Tía Estela, sino lo que percibimos? Lo que uno siente es lo que es. Yo decía que Sueiro era un mentecato. Ahora que veo todo más claro digo que era un tipo tan considerado que nos daba la posibilidad que él no tenía, de creer en esas maravillas. Porque él sabía todo: lo que se veía en la tele y la parte de atrás, la invención, lo turbio. Nosotros sólo la imagen feliz y, si queríamos, la hacíamos nuestra. ¿Se forró de guita vendiendo sus entelequias? Cierto. ¿Y qué hay de malo? Todos aspiramos a ser bien compensados por lo que damos, en esta vida o en otra. Otros se llenan los bolsillos promoviendo guerras, también en base a ilusiones. Él, a cambio, te daba algo que si lo creías era cierto y te hacía bien. Él fue del otro lado y volvió, prefirió estar vivo y mostrárnoslo. Ser un muerto no era para él. Él era un vivo. El más vivo de todos. Hasta que se murió, claro. Nadie zafa para siempre. Todos seremos polvo, como el Gallego Sueiro, vos y yo tal vez mañana. Pero entretanto hay que seguir viviendo, tía. Honrar la vida. Así que me voy al billar, que los muchachos me esperan. Vuelvo a eso de las 11 y nos clavamos un par de horas de Tinelli que está que arde, ¿te parece? Bah… No sé para qué me caliento en preguntarte, Tía Estela, si vos en tu puta vida leíste dos líneas juntas, lo único que hacés es mirar tele e ir a misa, te vas a morir rezando. Después nos vemos.
Tu sobrino.

Publicado en el diario La Unión del 9 de febrero de 2012.

jueves, 2 de febrero de 2012

Shakira

Shakira Isabel Mebarak Ripoll nació en Barranquilla, Colombia, el 2 de febrero de 1977.


Y ahí está el asunto de Camilo García. Una exageración. Porque, vamos, en televisión todo lo que pasa está arreglado, nada es la verdad, todo se cocina en la oscura tramoya. Los reencuentros de padres e hijas después de 25 años, la mujer que se topa en un talk show con la amante del marido que además es su tía abuela, los votos de Gran Hermano, las infamias de los policías en acción, las peleas de Moria y Pachano y de Fantino y ese muchacho de River, los concursos de Julian Weich. Todo. Armado, cada detalle, para que parezca una verdad perfecta y no se note la costura del guión. Ahí, Rial dice que Shakira es una mierda. Camilo le retruca que para él las canciones son buenas. “Indudablementes sos una mierda igual que ella”, lo crucifica Rial. Bueno, Todo eso está armado por un productor que sugirió “Rial en contra de Shakira. Camilo, a favor”. La exageración es que, entonces, Rial lo haya rajado del programa –o Camilo renunció, no importa—, que Camilo se haya convertido de frívolo intruso a joven políticamente sensible, que se le supiera víctima de la dictadura. Todo por Shakira. Y porque además las canciones estaban bien. Fijate vos; a veces es difícil entre tanto artilugio. Porque Shakira eligió –o tomó— el camino del guionado. Los estribillos FM híper repetidos (al “loca, loca, loca” número 478 te querés matar, sí). Los ritmos latinos que puedan entender los yanquis. Las fotos en la isla de Caras. Los videos con la ropa mínima necesaria para que sean clips musicales de promoción y no una película de Tinto Brass. Los romances con Piqué. Los duetos con otras tapas de disco de su misma compañía. La colombianidad neocapitalista. Los arreglos a propósito para que venda. El nombre sin apellido. Pero “Ojos así” es una canción, guarda. No es un flan musical hecho con la receta. “Pies descalzos, sueños blancos” también. Hay algo en esas canciones y en otras también, que no suele ser el resultado de Tommy Mottola que se cruza con una chica linda que entona bien y decide construir un éxito. O “Eres”, que lo sacó en el 93, tenía 16 años, desafinado, cantado medio como el culo, pero no es pop melódico, pop latino, o como se llamen esas cosas que endulzan a las chicas de los supermercados. Es rock, rock nacional. Ahí está. Rock nacional argentino hecho en Colombia. Rock nacional como, por ejemplo, Fito Páez, pero que agarró para otro lado. Shakira cuida la imagen casi más que la música. ¿Eso no es rockero? Fito anda en trajecitos rojos de pantalones finitos y anteojos top. Shakira anda con Piqué. Eso es muy rockero. Fito se casó con Cecilia Roth. Shakira de vez en cuando desafina en vivo. Fito… es mucho más rockero, de acuerdo. La cuestión es tan simple como esto: si no te interesa mucho la música, si no te da el mate para escuchar, si sos de los que dejan que la radio elija, entonces Shakira te va a parecer más o menos igual a todas; como artista, una más. Tal vez eso le pasaba a Rial. Si sos de los que prestan atención, escuchan y tratan de disponer de lo que les pasa por la oreja, entonces vas a notar que es distinta. Tal vez eso le pasaba a Camilo. Por eso –eso— odiamos a Rial y queremos a Camilo.
(No, no te pienso ni mencionar, sushi bobo. Ganate los porotos.)

Publicado en el diario La Unión del 2 de febrero de 2012.

jueves, 26 de enero de 2012

Miguel Mateos

Miguel Ángel Mateos nació el 26 de enero de 1954 en la Ciudad de Buenos Aires.


Valga la siguiente aclaración: en el transcurrir de este artículo, hay un momento en el que el protagonista desaparece, no se sabe nada de él. Pasa el rato –un rato largo, años, décadas— y el tipo regresa. En tono menor, pero vuelve. El que no sepa qué pasó con él en ese período nebuloso no lo va a aprender acá. Esto no es una E! True Hollywood Story ni un Los Expedientes Marley (o como fuera que se llamaba ese programa en el que Wiebe contaba los más recónditos secretos que ya sabíamos todos de la vida de Susana Giménez). Es simplemente la reflexión sobre lo intrascendente de todos los jueves. Música para tu piel de verano, como decía Velasco Ferrero. Y qué mejor, para ambas cosas, que Miguel Mateos, ¿no?
Lo de Vélez fue rarísimo. Llega Queen a la Argentina. Primera visita de un grande grande en su pico de popularidad. No se explica de ninguna forma que para telonear pusieran una banda que no tenía ni un disco grabado y promediaba 45 espectadores por show. Porque eso era Zas. Mateos contó una vez en la tele que los habían elegido porque ganaron un concurso de artistas nuevos. Pero no. No hay noticias de tal certamen. Hubo, sí, uno, pero fue 12 años antes, y el grupo de Mateos llegó a la final pero no lo ganó. Se ve que a Miguel se le cruzaron todas las anécdotas en el marote.
Otra historia según la cual Alfredo Capalbo –el que trajo a Queen— conoció a los Zas en Estados Unidos (o fue un amigo de Capalbo que era productor musical y le llevó la propuesta; es todo una mescolanza), le gustaron y les dijo “che, ustedes son fenómeno, los voy a poner de soporte de Queen” es de verdad increíble. Porque después sí se armo la bola grande, con “Chirá… chirá para arriba”, “Dulce Ana”, y todo eso. Pero aún en el 84 –tres años después de lo de Queen—, todavía Miguel Mateos/Zas (ahora así, con nombre propio) tocaba en fiestas que armaban Wrangler y Pato Sarmiento en los colegios para que los quintos años juntaran guita para irse a Bariloche. Dale que dale con “Un poco de satisfacción”.
En fin, la cuestión es que lo bueno, si breve, dos veces bueno. Y bueno o no, la verdad es que Mateos metía estribillos como un loco. A los ya mencionados sumale “Huevos”, “Tengo que parar”, “Extra, extra”, “Va por vos, para vos”, “Perdiendo el control”, “Un gato en la ciudad”, “Chico marginado”, “Mujer sin ley”, y seguro que me olvido de algunas que hace 25 años las sabíamos todos. Pero todos, eh. Todos. El tipo metió más gente en el Luna Park que Queen en aquellos Vélez. Vendió medio millón de “Rockas vivas”. Y chau. Dos veces breve. De esas multitudes pasó a un puñado de fanáticos como mi amigo el Cuervo, que sigue yendo a todos los recitales. Y aparentemente tuvo un éxito impresionante en México, como una especie de vendetta por el Señor Barriga.
Acá es donde va el agujero negro de 20 años en los que Miguel Mateos y nada es casi lo mismo. Pasó. Capaz que fue Facebook el que lo trajo de vuelta. Ahora es más fácil saber de la gente.
No está de retiro como el Bombita Rodríguez canoso del habano. Sigue tocando. Se parece a José Pablo Feinmann. Gira por Caleta Olivia, Oberá, Olavarría, como hacen los artistas veteranos. Viene como cerrando el círculo. En agosto pasado volvió al Luna Park. Y en octubre fue telonero en Vélez, cuando tocó Rod Stewart. En cualquier momento sale finalista de un concurso.

Publicado en el diario La Unión del 26 de enero de 2012.

jueves, 19 de enero de 2012

Carlos Eduardo Robledo Puch

Carlos Eduardo Robledo Puch nació el 22 de enero de 1952 en Olivos, Provincia de Buenos Aires.


Cada asesino plural tiene sus motivaciones. A Jack lo podían las prostitutas. Al Petiso Orejudo Godino, los nenes y, a eventual falta de ellos, los seres vivos (condición, ésta, sine qua non para un asesino) pequeños. A Ted Bundy, las cabezas de jovencitas universitarias. Mateo Banks actuó movilizado por la guita, como Yiya Murano. Barreda, por podredumbre. El Hijo de Sam mataba porque se lo ordenaba el perro del vecino. Ningún asesino múltiple es igual a otro. Carlos Eduardo Robledo Puch quizá sea el más puro: mataba por puro gusto, ya que estaba, durante algún afano, por las dudas o porque justo tenía el revólver a mano. “¿Y qué quería? ¿Que los despertara?”, le respondió preguntándole al fiscal que lo interrogaba, ya en la mala, acerca de algunos serenos que le habían quedado en el “debe”. Honró la camiseta –si esto fuera posible—de los criminales hasta el último instante; cuando, en 1980 –ocho años después de su último asesinato y su detención—, un tribunal de San Isidro lo condenó a perpetua, él no invocó a Dios ni declamó “creo en la Justicia” ni gritó inocencia, ni ninguno de los lugares comunes del sentenciado. Miró a los jueces y les dijo: “Algún día voy a salir y los voy a matar a todos”.
Pero no salió. Desde 1992 lleva más tiempo de su vida preso que el que pasó  afuera. Está en Sierra Chica desde hace 39 años. Hace 10 le prendió fuego a la carpintería del Penal, igual que le había prendido fuego a Héctor Somoza, su compañero de afano, tres días antes de que lo agarraran, en el 72. Es el preso más antiguo de todo el sistema carcelario argentino. No aprovechó para estudiar abogacía como otros delincuentes; ni siquiera terminó el secundario. Es preso. “Yo trabajé toda la vida: para delinquir y robar hay que trabajar mucho”, explicó su cansancio o su esfuerzo. No hay preso más preso que Robledo Puch.
Lo que pasó antes de la cafúa es mejor leerlo en otra parte. En un diario La Opinión de 1972 en el que Osvaldo Soriano escribió “la mejor nota de Buenos Aires sobre el caso Robledo Puch”, como le pidió, palabra por palabra, Jacobo Timerman. Soriano, que todavía no era oficialmente escritor, dice que Robledo Puch jugaba al fútbol y se creía Sanfilippo, pero Robledo era fanático del Ronco Onega. Por lo demás, cuenta la historia, paso por paso, tal como fue o mejor, como debería haber sido. Muerto por muerto: José Bianchi, Pedro Mastronardi, Manuel Godoy, Juan Scattone, Virginia Rodríguez, Ana María Dinardo, Jorge Antonio Ibáñez, Raúl Delbene, Juan Carlos Rosas, Bienvenido Serrini, Manuel Acevedo y Somoza, el que, fiambre y desfigurado por el fuego, lo delató por la cédula de identidad que Carlos Eduardo se le olvidó encima. Hace de esto 39 años. Robledo no vio la vuelta de Perón, su muerte, el gol de Bruno, la dictadura, el Mundial 78, la Guerra de Malvinas, Alfonsín, la Mano de Dios, Grande Pa, el uno a uno, la década infame, Natalia Oreiro, el cacerolazo, el campeonato de Racing, Cromañón, Bailando por un Sueño, el Bicentenario, a Néstor, a Cristina. Sigue adentro, para siempre. Su tenebrosa amenaza está latente: “Algún día voy a salir y los voy a matar a todos”. Pero no sale. No hay preso más preso que él.

Publicado en el diario La Unión del 19 de enero de 2012.

jueves, 12 de enero de 2012

Maharishi Mahesh Yogi

Mahesh Prasad Varma nació el 12 de enero de 1917 en Jabalpur, Madhya Pradesh, India. Murió el 5 de febrero de 2008 en Vlodrop, Limburgo, Holanda.


“No nos dejes caer en la tentación”, reza el Padre Nuestro de los cristianos. Los indios le entran al asunto por otro ángulo, más de autocontrol que de pedir ayuda al Divino. Pero el blanco es el mismo: mantened la nerca lejos de mí. Quítame de ahí esas naifas.
El del popular Gurú Maharishi es un drama japonés, en todos los sentidos. Como en “El bosque al costado del camino entre Sekiyama y Yamashina”, la verdad es diferente según quien la posea, y el único que sabe la verdad verdadera es el muerto. El Maharishi muerto, lógico. Aunque en esta historia haya otros. Pero ellos no supieron la verdad. O bien, nosotros no sabemos que es verdad lo que ellos saben. He ahí el misterio.
Dijo George Harrison: “‘¿No es un poco demasiado obvio llamar Maharishi a la canción? Es ridículo’, le dije a John. ‘¿No sería mejor ponerle algo como, digamos, Sexy Sadie?’ John aprobó la idea enseguida. Como sea, me gustaba la melodía. La letra… es lo que sentía John acerca de sus vivencias con el Maharishi. Pero incluso John se equivocaba a veces”.
Dijo Deepak Chopra, un discípulo: “Todo ese asunto acerca de Mia Farrow no tiene ningún sentido. Estuve con ella varios años más tarde y me pidió que le comunicara al Maharishi que aún lo amaba”.
Dijo Paul McCartney: “El que vino con la acusación fue Magic Alex. Pero yo creo que era todo falso. Un invento”.
Dijo Mia Farrow: “Estaba distraída con su barba cuando, de repente, sentí dos brazos peludos que me abrazaban. Salí corriendo, tan rápido como pude, hacia el cuarto de Prudence”.
Dijo Prudence Farrow: “Es un honor ser tocado por un hombre sagrado después de meditar con él. Una tradición”.
Dijo Ringo Starr: “Nos vamos de la India. No puedo tolerar esta comida”.
Dijo Alexis Mardas, Magic Alex, el amigo griego de Lennon: “Nunca conocí a Mia Farrow. Yo estaba con John cuando Rosalyn Bonas vino a decirnos que el Maharishi había tenido acercamientos sexuales hacia ella. Esa noche fuimos con John y George a espiar por la ventana de la villa del Maharishi y vimos cómo él intentaba abrazarla”.
Dijo John Lennon: “George empezó a darle vueltas al asunto y yo pensé ‘si George duda, entonces debe haber algo de cierto’. Nos fuimos con George y Alex en un taxi creyendo que el chofer nos iba a engañar y nunca podríamos salir de ese campamento demente. Y para peor, el griego loco gritaba ‘¡es magia negra, magia negra! ¡Nunca podremos salir!’”.
Dijo Cynthia Lennon: “John y George eligieron creerle a Alex. Pero en realidad, lo que John sentía era que, para ser un hombre espiritual, el Maharishi parecía tener demasiado interés en el reconocimiento público, las celebridades y el dinero”.
Dijo Pattie Boyd: “George no tenía ganas de estar dos meses meditando mientras los negocios de los Beatles eran un caos. Así que nos fuimos a lo de Ravi Shankar, a distraernos con su música”.
Dijo Yoko Ono: “Si John estuviera aquí, sería el primero en reconocer y apreciar todo lo que Maharishi hizo por el mundo”.
No hay nada más que hacer con el Gurú. La verdad yace en algún sitio entre Sekiyama y Yamashina y nadie la conoce. La verdad no existe. Lo demás, que se vio, del Maharishi, no lo diferencia demasiado de muchos líderes espirituales de todas las religiones: sabio, ambiguo, más rico de lo que profesaba e improbablemente carnal. Lo que lo destacó del resto fue eso, lo que no sabemos.

Publicado en el diario La Unión del 12 de enero de 2012..

jueves, 5 de enero de 2012

Ante Garmaz

Antonio Jorge Garmaz, o Anton Djordj Garmaz nació en Croacia –¿nació en Croacia?—, entonces parte del Reino de los Serbios, Croatas y Eslovenos, el 5 o el 7 de enero de 1928. Murió en la Ciudad de Buenos Aires el 16 de julio de 2011.


¿Dónde nació Ante Garmaz?, me pregunto. En Croacia, dicen los sabios de la farándula. Pero la información se hace nebulosa. Voy al archivo, a revisar papeles y viejos reportajes. Vino de muy chico a la Argentina. Allí termina todo. En ninguna parte hay un dato más. En las entrevistas, Ante no pasa de confirmar “nací en Croacia”, pero su relato enseguida pasa a la infancia chaqueña.
El plan de Ante Garmaz no era ser modelo. Quería ser jugador de fútbol. La pelota lo apasionaba. Pero no era lo suyo. Sus pies, que recorrían la pasarela alocados y precisos, como guiados por un GPS, se perdían inexorablemente en la cancha. Se dio el gusto atajando en partidos a beneficio, alguna vez con el plantel de River –aunque era fanático de Boca—, con los veteranos de Independiente y hasta con un equipo llamado Ante Garmaz FC en un torneo organizado por Ñuls, en Rosario. Siempre le llenaban la canasta, y volvía locos a sus propios defensores gritándoles en ese idioma raro que sólo él hablaba.
Me sigo preguntando dónde habrá nacido Ante Garmaz. Las necrológicas se repiten e insisten en asegurar que su nombre real era Antonio Jorge Garmaz. Y que nació en un condado de la vieja Yugoslavia pero se desconoce cuál. Es raro. Un croata se llamaría Anton Djordj. Ante es el diminutivo croata de Anton. Y Antonio Jorge no es nombre de croata sino de folclorista.
Justamente, Ante Garmaz quiso ser cantor. Pero no era lo suyo. Reírse a los gritos en la mesa de Mirtha Legrand fue lo más cercano al canto en su vida. Así, sin pies para el fútbol ni garganta para el canto, pintón y atrevido, tenía que ser modelo. Quién sabe si era bueno. Pero fue el mejor. En una época en la que los mannequen (así se llamaban) caminaban derecho y duritos, igual que ahora, él desfiló al borde del bochorno, bailoteó como un trompo, aleteó sacos. También le puso un abrigo de piel a Amadeo Carrizo, actuó en una película de Olmedo, hizo fotonovelas. Cosas que los modelos no hacían. Y dijo en voz alta –como todo lo que dijo— que era homosexual, en los años de Onganía. Otra cosa que los demás no hacían.
¿Habrá nacido en Croacia, Ante, o en Las Breñas, el pueblito chaqueño de su infancia? Él me alimenta la intriga, un poco porque casi nunca hablaba de Croacia y otro porque al hablar no se le entendía nada. “Por eso yo les agradezco, con esto, diciéndoles como siempre, ¡por hoy nada más! ¡Cariños y hasta la próxima!”, se despedía en su programa de tevé bien llamado “El Mundo de Ante Garmaz” porque era una especie de universo propio, realidad paralela edificada sobre chivos de poca monta, en la que a fin de año se entregaban los “Garmaz de Oro”. El Ruso Sofovich insiste con que aquel ATC suyo era lo mismo o mejor que el Canal 7 de ahora. Y yo, por no preguntarme si el Ruso creerá de verdad que somos idiotas, me pregunto dónde habrá nacido Ante Garmaz, el croata, el que hacía todo mal pero convencido, el provocador obvio, el que iba a las reuniones de la AFA representando a Chaco For Ever, el que decía que le hubiera gustado fumar pero nunca había podido aprender, el que mandaba a todos los taxistas a examinarse la próstata, el vejete baboso, el fanático del fútbol que terminaba mirando los partidos como una tía grande en un Mundial, a los gritos y viéndoles los músculos a sus admirados Andújar y Gago. El del idioma misterioso y el origen desconocido. ¿Dónde será que nació? Qué grande, Ante.

Publicado en el diario La Unión del 5 de enero de 2012..