jueves, 5 de abril de 2012

Cacho Tirao

Oscar Emilio Tirao nació en Berazategui, provincia de Buenos Aires, el 5 de abril de 1941. Murió en la Ciudad de Buenos Aires el 30 de mayo de 2007.


Cuando los diarios vengan con música va a ser más fácil. No sería nada raro. Tanto escorchan con “el final del diario en papel” que nunca pasa y nunca va a pasar, ¿por qué no pensar al revés, en “el comienzo del papel con Internet”? Y ahí va a ser más fácil. Porque ésta es una historia que viene con música de fondo: la del mejor Adiós Nonino en una guitarra sola que existe, dulce, envolvente, avasallante, lleno de notas y de música. Buscás esa versión, metés play y entonces sí, te ponés a leer.
Esta historia, además, empieza casi cuando termina. El 16 de diciembre de 2000, Cacho Tirao tocó Adiós Nonino en la Casa de la Cultura de Adrogué. Lo tocó como lo había hecho 30 años atrás integrando el Quinteto de Astor Piazzolla pero solo, porque Tirao solo sabía sonar como un quinteto de cámara. Tocó por milésima o millonésima vez en sus 53 años de trayectoria artística, 59 de vida. Tocó Adiós Nonino para terminar el recital, se levantó del taburete y no saludó al público porque cayó fulminado por un rayo cerebrovascular que le dejó inerte la mano izquierda, la que sabía volver viruta los diapasones.
En los tiempos en que Cacho Tirao empezó, a los músicos como él difícilmente se los veía. De tanto en tanto sí, en algún teatro, o los que eran verdaderamente entendidos y seguidores. Si no, el hábitat era el disco o la radio, ambos en soporte negro, ése que en las clases de física de tercer año nos enseñaron que era ausencia de color y no uno de ellos. Cacho, velocista preciosista, arreglador sorprendente (acá poné stop, buscá Berimbau, de Baden Powell, por Tirao, y vas a entender de qué se trata este asunto), capaz de hacerte de una guitarra una orquesta polifónica o un atardecer en Hokkaido, conseguía que, escuchándolo en un disco, vieras sus dedos macizos trajinar el diapasón. Algunos, pocos, legos, decían que era un defecto, una desprolijidad que se oyera algo más que no fuera la cuerda pulsaba. Otros cerraban los ojos y le veían los dedos. Y cuando se puso a tocar una vez por semana en la televisión de cuatro canales grises, vieron que era cierto y que era bueno. Con las grabaciones que sacó mientras salía en la tele vendió un millón de discos. Un millón. Diez millones de dedos. Cuatro millones de dedos zurdos pisando tripa de la prima a la bordona, como decían Alfonso y Zavala.
Esa ponchada de dedos fue que se quedaron quietos aquel diciembre. “No toco más”, pensó Cacho que decidía. Tanto había hecho ya que le pareció suficiente. Para qué más conciertos, viajes, discos, escalas y armonías. Pero su siniestra tenía ideas propias. Se entrenó como Rocky en el frigorífico, tamborilenado y dibujando arañas sobre un diapasón sin guitarra. La fue corriendo de atrás a la diestra hasta que consiguió alcanzarla. Rehízo los callos. “Agujas clavadas en los dedos”, decía el dueño de la mano que sentía después de cada día de entrenamiento. Decía que sentía. El asunto iba bien.
Al final del final, la mano zurda grabó el último disco, volvió a llevar a su jefe a un escenario, dejó así de chiquita una guitarra nueva. Y apenitas después dijo “ya está”. Esa mitad de Cacho Tirao que había hecho el camino de ida y vuelta al cementerio cantó –o, mejor, tocó— diez de última y se llevó a Cacho Tirao entero. ¿Para qué más armonías, escalas, discos, viajes y conciertos?
Poné stop, que terminó la historia. O, si querés, seguí escuchando el diario.

Publicado en el diario La Unión del 5 de abril de 2012.

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