jueves, 30 de junio de 2011

Leonardo Sbaraglia


Leonardo Máximo Sbaraglia nació en la Ciudad de Buenos Aires el 30 de junio de 1970.


¿Se puede hacer una referencia futbolística en esta página que, vista con condescendencia, es casi cultural? Perdón. Permiso. Quería contar esto. Hace tiempo y allá lejos, para cualquiera que no viviera en el área portuaria, los ídolos del fútbol eran personajes en cierto modo mitológicos, compuestos más en una imaginación que los hacía infalibles. Ahora la cosa cambió porque el fútbol es para todos, en cualquier lugar del país es cuestión de poner la tele y ver que hasta Riquelme a veces pisa mal y se cae de culo. Pero ni siquiera es necesario irse a la época del flash a magnesio y las cupecitas para pintar eso del mito. Todavía hace muy poco tiempo, acá en Buenos Aires capaz que ensalzábamos a un nueve rosarino creyendo que lo conocíamos, cuando en realidad lo habíamos visto dos partidos en todo el año, seis segundos por domingo en los resúmenes de Paso a Paso, y leíamos los “ocho” que le ponían los corresponsales también rosarinos, hinchas del equipo del nueve y amigos del representante que lo quería vender a Capital. Después al nueve lo compraba River y recién ahí advertíamos que no era un crack sino un afanoso breguero que hacía goles dos veces por año y pateaba al arco seis segundos por partido.
Un día Leo Sbaraglia se fue a vivir a España. Lo corrió el 2001, como a tantos argentinos. Se fue y se llevó su pasado. Su Diego de “Clave de Sol”, sus personajes de películas de Marcelo Piñeyro, los diversos ladronzuelos de “Plata Quemada” y “Caballos Salvajes”. Escondido en el fondo del equipaje se llevó hasta el “Sbagliato” a quien Mesa martirizaba en “El Gordo y el Flaco”. Unas cuantas cosas las tiró por la borda mientras cruzaba el Atlántico (es decir… se habrá ido en avión. Digamos que las dejó en la cinta del baggage claim). Leo se fue a España. Lejos. Sin tevé en directo. Venía dos domingos por año, hacía de perseguido por Lito Cruz y se iba. A España. Y era un fenómeno. Prestigioso, serio, versátil, convincente, culto y bien mirado. Exitoso. El “notable actor argentino” en la Península. Nuestro Tom Hanks. Una eminencia transmitida por corresponsales. Elogiada por Catalina Dlugi con baba en la comisura y un poquito de pis. Vista sólo si uno tenía mucha voluntad, en películas que duraban una semana y media en cartel en la sala 27 del último piso del Cinemark.
Un día Leo Sbaraglia volvió. Lo llamó el bienestar nacional y popular, como a tantos argentinos. Volvió, o no volvió, o va y viene… la cuestión es que se lo ve por acá. Y cuando se lo ve… no es Tom Hanks. Más bien su estilo tiene un aire Calabró en “Campeones”, cuando hacía de actor serio en camiseta. Es el precio de estar delante de nuestros ojos. Leo hace la propaganda de Centrum, y ahí, acá, es que lo vemos. Antes hacía un Andrew Beckett en cada película –que lo sigue haciendo, pero ¿alguien piensa ir al cine a ver “Sin Retorno” o “Restos”?— pero nos lo contaba la orinada Catalina. Y es mejor ahora, que nos encontramos con este Leo Sbaraglia laburante, que actúa en películas rigurosas, pero también promociona las bondades de un suplemento vitamínico con cinc, va a la tele a defender la realidad –aunque se enrede en cada frase y no redondee una idea nunca antes de que lo manden al corte—, banca al Incaa TV, habla en los actos –y también se enreda—, y muestra cómo la yuga, de uno u otro modo. Como tantas otras cosas, mucho mejor ahora.

Publicado en el diario La Unión del 30 de junio de 2011.

jueves, 23 de junio de 2011

Zinedine Zidane

Zinedine Yazid Zidane nació en Marsella, Francia, el 23 de junio de 1972.


“Jugar –le decía el Ruso Salzman al demonio Asmodeo, en el relato de un Dolina culminante—. Quiero jugar, maestro”. Asmodeo, amo de las cifras, ser del ser de los tahúres, rostro de todos los naipes, le ofrecía el triunfo perpetuo, ganar siempre. Y el Ruso, cuyo punto era la acción y no el efecto, lo indignaba despreciándolo. Asmodeo se había encontrado con la persona equivocada: él buscaba, ponele, al Narigón Bilardo, con uno así le habría salido bien. Pero se topó con uno como Zinedine Zidane.
Zinedine, tipo raro, francés de nombre argelino por sus padres cabilios, cara, gesto y actitud extrañas en un mundo y un país –los suyos— donde los jugadores son altivos como Platini o altaneros como la Brujita Verón. Zinedine no era una cosa ni la otra, ni tampoco lo contrario. Era, parafraseando a Fontanarrosa, ya que estamos en visaje de citar escritores populares, argentinos y Negros, “lo que se dice, un jugador al fulbo”. De chico aprendió la historia del tío Djamel, quien en 1982 había jugado en una selección de argelinos flacos que le ganó 2 a 1 a Alemania un partido de Campeonato del Mundo. “No fue un gran partido. Fue una casualidad. Los alemanes cometieron dos errores, pero antes y después no nos dejaron jugar, no tocamos la pelota”, le contaron que decía Djamel. Zinedine también aprendió eso.
“Jugar. Eso. ¿Entiende, maestro?”. Zidane nunca se encontró con Asmodeo. Tal vez el demonio quiso evitar otro mal trago después de lo que le pasó con el Ruso. Pero le habría dicho algo así. Lo suyo era jugar. Jugó en el Real Madrid, el Juventus, con la selección de su país fue campeón de Europa y del Mundo. Era inevitable; él era demasiado bueno, por eso estuvo en esos sitios. De lo contrario, habría estado jugando en otro lado. De adolescente, casi veinteañero, conoció a Francescoli, que andaba casualmente por Marsella, su ciudad, jugando en el equipo de allí, y descubrió que lo que él quería hacer y hacía no era un desliz de la naturaleza, que existía, sólo que los otros franceses no sabían hacerlo. Y cuando tuvo un hijo  le puso Enzo.
De joven, antes de los 25, se quedó calvo. No se rapó. Eso lo hacen los futbolistas, y él era jugador al fulbo. La bocha lampiña rodeada de pelambre, como la de un Bochini franchute, mandó la pelota dos veces adentro del arco de Brasil, y Francia ganó el Mundial que, como siempre, era imposible que Brasil perdiera. Ocho años después, ya con más pelos en las cejas que en el marote, volvió a estar en la gran final. Mientras 21 “profesionales” apostaban a la sangre, sudor y lágrimas para triunfar, él jugó. Tuvo un penal que patear y lo volvió un malabarismo. Le hizo bailar el minué a la pelota. Por casi una hora y media, esa final fue él. Después, Marco Materazzi, un italiano que si se hubiera encontrado con Asmodeo lo habría asociado para poner una inmobiliaria, hizo sus deberes: lo insultó, lo provocó, basureó a su madre y a su hermana. Zinedine lo sentó de un cabezazo en las costillas y se fue de la cancha. Ese Mundial tuvo campeón pero no final; terminó antes de tiempo. De grande, de viejo, Zinedine será el muchacho de una historia, quizá cierta, para los nietos del tío Djamel. Les contarán que el tío Zinedine decía: “Perdimos con Italia, sí. Pero qué lindo fue jugar aquel partido”. Y ojalá aprendan eso.

Publicado en el diario La Unión del 23 de junio de 2011.

jueves, 16 de junio de 2011

María Valenzuela

María del Carmen Valenzuela nació el 16 de junio de 1956 en la Ciudad de Buenos Aires.


Las cosas cambian y el mundo evoluciona, es lógico, es inevitable. A veces, muchas, para hacerle la vida peor a la humanidad, también es lógico; “cuanto peor ellos, mejor yo” es la ecuación básica de los que viven por el poder y tienen en su acumulación más potestad que otros para generar cambios. Pero sea como sea y para lo que sea, los cambios, por definición, son evolución inevitable. Si la fotografía se hubiese inventado después del cine, se la habría celebrado como un sorprendente método para atrapar imágenes precisas de un instante que hasta entonces sólo se podían capturar en movimiento. Si los fósforos se hubieran conocido después del Cricket, se los habría vendido como la gran novedad: encendedores descartables ultraportátiles de un solo uso. La Prestobarba surgió después de la Gillette y el progreso, entonces, fue que no había que usar siempre la misma máquina de afeitar cambiándole la hoja, sino que se la podía tirar y a la vez siguiente usar otra. Más adelante salió al mercado la Trac, una Prestobarba a la que se le podía cambiar el cabezal con el filo, y fue progreso otra vez porque no había que tirarla después de un solo empleo. Todo es progreso, a veces bueno y otras veces no. Antes –hace un tiempo, no importa cuánto; “antes” es suficientemente preciso— el tipo gracioso y agudo era Pinti. Hoy, gracias a Dios, ese tipo es Capusotto, y Pinti una señora que barre la vereda y dice “qué barbaridad, son todos chorros”. Pinti decía la falacia esa de que pasan los años, los gobiernos, hipócritas, moralistas, listas negras… y quedan los artistas (andá a decirle a Luis Politi que las listas negras pasan y los artistas quedan). Capusotto dice: “Lástima que son tan egocéntricos, que sufren por pelotudeces, se deprimen y creen que son importantes, por mí que se vayan a la puta que los parió”. Mucho mejor, más certero. Una evolución. Muchos artistas, en el viaje de ser su propio personaje, desesperan como El Chavo a Quico. Pero María Valenzuela no. Sólo por eso, por evitarnos el mal trago, merece los buenos deseos de un feliz cumpleaños. Se bancó como una reina el “María del Carmen Valenzuela” empalagoso que tanto le gustaba a Migré y el todavía peor “Mariquita Valenzuela”, seguramente una idea de Alejandro Romay y si no lo fue tiene todo su estilo, hasta llegar al firme “María” sin más, como corresponde a una mujer sensata y sin empaques.
Se casó con Pichuqui, pudiendo haberse enganchado tranquilamente algún galán coetáneo. Nos imaginamos a mamá Valenzuela lamentándole: “¡Pero nena! Estando Pablo Alarcón, Arturo Puig, Arnaldo (mamá ni se imaginaba lo de Arnaldo)… ¿Qué le viste al pibe del noticiero? Decime un poco…”. Dejó de estar en la tele sin descangallarse por un minuto más en cámara, y volvió a estar sin verse como una resucitada vintage y de oferta. Armó, desarmó y rearmó familia sin melodrama. Bailó en lo de Tinelli sin hacer payasadas con Moria y la Alfano ni acusar a nadie de nada. Lloró sin cámaras durante la casi muerte de su hija mayor y sólo una vez y con recato delante de ellas después. No dice, jamás, con quién era que andaba cuando la gente pensaba que ella andaba con Darín. Perdió a Guevarita en Campeones y lo recuperó en Son de Fierro. Y su imagen es tan, pero tan digna que Pinti y su canción pedorra no se la merecen.

Publicado en el diario La Unión del 16 de junio de 2011.

jueves, 9 de junio de 2011

Les Paul

Lester William Polsfuss nació en Waukesha, Wisconsin, Estados Unidos, el 9 de junio de 1915. Murió en Nueva York, Estados Unidos, el 13 de agosto de 2009.


–Así. Lo quiero así –dijo el tipo mientras con su mano izquierda, la que todavía podía mover a pesar de los vendajes, le doblaba el codo derecho al médico que lo atendía.
–Como una “L”. A noventa grados –afirmó el doctor, pero no era una aseveración sino una consulta. Quería saber si había entendido bien. Él –el doctor— no sabía nada de música. No tocaba ningún instrumento. No sabía.
–No. No a noventa grados. Un poco menos –corrigió el tipo, que no sabía nada de geometría. No quería un ángulo menor sino mayor. Un poco menos doblado el brazo, ésa era la idea que buscaba transmitir. Por suerte aclaró antes de que oscureciera: –Un poco más abierto. Así –y volvió a acomodar el brazo del médico. Él –el tipo—tenía 33 años y había venido andando con su Buick por la Ruta 66 de Wisconsin a Los Ángeles cuando, a la altura de Oklahoma, el pavimento helado hizo patinar el auto que dio unas cuantas vueltas en el aire antes de parar. La sacó barata: nada más el brazo derecho le quedó a la miseria. En el hospital le explicaron la situación: podían amputarlo o dejárselo rígido para siempre; el codo no servía más. Entonces fue cuando él dijo que rígido, sí, pero no recto. –Así –dijo--, y le mostró cómo al médico que lo atendía. Era la posición que necesitaba para poder, por el resto de su vida (que fueron 61 años), seguir tocando.
El mástil grueso, dos micrófonos doble bobina, el cuerpo macizo pesado como una valija de rulemanes. Ésa es la guitarra Gibson Les Paul. ¿Cómo suena? Gruesa, redonda, sostenida, con notas largas, acordes llenos, cuerdas estiradas que no se acaban nunca. “Whola lotta love”, de Led Zeppelin. Buscá en Youtube. Eso es la Les Paul. O el solo de Eric Clapton en “While my guitar gently weeps”. Para quien no lo sepa, desde que se inventó el rock, las guitarras son dos: la Les Paul y la Stratocaster. Después están las otras.
Pero volvamos a este hombre, el del accidente en Oklahoma. Se llamaba Lester Polsfuss. Y se hacía decir “Les Paul”. Efectivamente; ahora todo cierra, ¿no? Lo que le gustaba a Les era tocar la guitarra. Lo que no le gustaba eran las guitarras eléctricas de cuerpo hueco que eran las que existían en aquellos años, década del 30 del siglo pasado, “los treintas”, diría Caparrós. Veinteañero emprendedor, si lo que hay no sirve inventemos una que sirva, se dijo e hizo. A la primera le puso The Log (“La Madera” o “El Tronco”), nombre apropiado, ya que se trataba de un ladrillo de madera (“un paralelepípedo”, diría Arlt) al que le pegó un mástil de guitarra Gibson. No andaba bien. Después metió el ladrillo dentro del cuerpo hueco de otra guitarra eléctrica. La cosa mejoró un poco y quedó algo más presentable, pero no mucho. Pasaron casi 15 años, y aquel vuelco que lo dejó tullido, hasta que, con su prototipo, sus sugerencias y la mano de obra de la fábrica Gibson, nació, en 1951, la Gibson Les Paul (dato para los que están en tema y no lo saben: esa primera Les Paul no era como las de ahora, sino similar a la Gibson SG. Qué cosa, ¿no?).
La historia interesante de Les termina acá. Vivió casi 50 años más, con ese brazo chueco que, cosa curiosa, lo hacía ver deforme cuando andaba a capella, pero si se colgaba una guitarra eléctrica parecía el tipo más normal y sano del mundo.

Publicado en el diario La Unión del 9 de junio de 2011.

jueves, 2 de junio de 2011

Horacio Ferrer

Horacio Ferrer nació en Montevideo, Uruguay, el 2 de junio de 1933.


En el Hotel Alvear, hotel cajetudo del barrio porteño de Recoleta, “Alvear Palace”, nombre en lengua extranjera, como mejor cae en esa zona de la Ciudad de Buenos Aires, en esa avenida, Alvear, que recuerda al fallido dictador que quiso entregar las Provincias Unidas del Río de la Plata primero a los ingleses y más tarde de vuelta a los españoles, en ese cinco estrellas, en una habitación/departamento de 38 metros cuadrados, vive Horacio Ferrer. Un día, hará unos 30 años o un poco más, decidió que quería alojarse para siempre en ese hotel, que hacía juego con su moño, su rosa en el ojal, sus versos y su sonrisa, se compró esa habitación en el octavo piso y desde entonces hasta hoy y hasta el último día vive y vivirá rodeado de vecinos que cambian cada fin de semana, con botones y recepcionistas en lugar de porteros, y el cartel de “do not disturb” colgado del picaportes de la puerta si no quiere que la mucama se le meta sin avisar en su casa. Es una vida que sería imperdonable si fuese otra persona, digamos, Daisy de Chopitea, o el juez Fayt, o Fassi Lavalle. Pero Ferrer es un poeta, uno de los buenos. Los buenos poetas son bienes escasos, y ya eso sería suficiente como para perdonarle que viva en el Alvear. Pero si además vemos que todo el asunto, de vivir en una habitación de un hotel lleno de borlas, es un poco de su poesía, entonces no sólo hay que perdonarlo sino además estar a favor.
Horacio Ferrer nació en Montevideo. Todavía vivía allí cuando escribió para Aníbal Troilo la letra de “La última grela”, su primer tango, que después musicalizó Astor Piazzolla, y también cuando publicó su “Romancero canyengue”, el que decidió a Piazzolla a conminarlo: “Si no venís a Buenos Aires a trabajar conmigo sos un imbécil”. Horacio dejó sus trabajos en la Unviersidad de Montevideo y el diario El País, y vino. No era un pibe. Tenía 34 años.
4808-2100 es el número de teléfono del Alvear. Por supuesto, si uno llama no le van a pasar la comunicación con Horacio, pero seguramente le tomarán el mensaje que quiera dejarle. Él, si no anda de tertulia por ahí, estará mirando fútbol: a Huracán, pese a todo, al Barcelona, cualquiera del Fútbol para Todos, la Liga Inglesa o lo que le interese. “Miraré ocho, diez, partidos por semana, no me parece que sea mucho”, dice. Qué cosa: Horacio Ferrer mirando fútbol es también parte de su misma poesía.
Lulú es otra parte y no una menor. Lulú Michelli, la mujer que comparte con él esos 38 metros cuadrados de unos pocos libros, algunos discos, cuadros y dibujos. Esa pintora de la que Horacio se enamoró en un bar de San Telmo llamado –créase o no—“La Poesía”. Ella, por quien él dejó de dibujar –otra de sus actividades artísticas, opacada por la literaria—porque desde entonces “la artista plástica de la pareja es ella”, explica, firme y claro.
La frase inmortal: “eso no es tango”, nació el 16 de noviembre de 1969. Era el Festival de Buenos Aires de la Canción y la Danza y Amelita Baltar cantó “Balada para un loco” entre una ovación y monedazos. Unas semanas antes, Ferrer había llegado al departamento de Piazzolla con otra frase: “Ya sé que estoy piantao…”. Trabajaron siete días seguidos. Agregaron, quitaron, cambiaron ritmos, melodías, recitados, versos. Al terminar, Ástor le dijo: “Hacete una tarjeta que diga Horacio Ferrer, autor de Balada para un loco. Te va a servir para toda la vida”. Y también fue parte de su poesía.

Publicado en el diario La Unión del 2 de junio de 2011.