jueves, 3 de mayo de 2012

Juan Gelman

Juan Gelman nació en la Ciudad de Buenos Aires el 3 de mayo de 1930.


Qué falta de respeto, qué atropello a la razón, que sea yo el que se pone a escribir sobre Juan Gelman y no él sobre mí. No porque yo tenga algún valor como escrito sino por la universal distancia entre su pluma y la mía como escritor. Hay que hacerlo por responsabilidad profesional ante el papel en blanco, porque uno se gana los billetes en tiempo y forma con estos garabateos y por osadía. Pero quién podría negar que sería mucho mejo “Vallejos, el de la contratapa” escrito por Gelman que “Gelman, el poeta” escrito por mí. Si yo no escribí, por ejemplo deshijándote mucho/deshijándome/buscándote por tu suavera/paso mi padre solo de vos/pasa la voz secreta que tejés/paciente/como desalmadura de mi estar. Y menos lo escribí mientras combatía, mientras buscaba desenmascarar y desplomar una dictadira, mientras la misma organización de lucha de la que había formado parte, insensata, me condenaba a muerte. Y yo tampoco escribí bájate un poco, contempla esto que soy, este zapato roto, esta angustia, este estómago vacío, esta ciudad sin pan para mis dientes, la fiebre cavándome la carne, este dormir así, bajo la lluvia, castigado por el frío, perseguido te digo que no entiendo. Y menos lo hice entre entradas y salidas de la cárcel por comunista, llanamente, en años de la Libertadora, claro que también por proponer la poesía de combate, poesía como un arma de fuego para cambiar al mundo por el mundo pero mejor.  Yo no fui el que escribió Te mataré con mi hijo en la mano. Y con el hijo de mi hijo muertito. Voy a venir con Diana y te mataré. Voy a venir con José y te mataré. Te voy a matar derrota. Nunca me faltará un rostro amado para matarte otra vez. Vivo o muerto un rostro amado hasta que mueras. Y menos, todavía, a la vez que buscaba a una nieta Andreíta, peleaba con palabras de cross con un presidente Sanguinetti que quería esconderla, encontraba a un hijo Marcelo perdido hace 14 años muerto en un barril de cemento y batallaba porque eso era la vida siempre. No escribí, yo, nunca, ¿Quién dijo alguna vez: hasta aquí la sed, hasta aquí el agua? ¿Quién dijo alguna vez: hasta aquí el aire, hasta aquí el fuego? ¿Quién dijo alguna vez: hasta aquí el amor, hasta aquí el odio? ¿Quién dijo alguna vez: hasta aquí el hombre, hasta aquí no? Menos, nunca, lo hice rechazando un indulto indigno de presidente Turco que equiparaba el crimen de los hambreadores con la violencia de los hambreados. Yo no escribí vos / que contuviste tu muerte tanto tiempo /¿por qué no me esperaste un poco más?  / ¿temías por mi vida? / ¿me habrás cuidado de ese modo? Menos exiliado, lejos, y tratando de volver de contrabando para ver morir de cáncer a madre Paulina y no pudiendo, no volviendo, no viendo. Yo no escribí, qué voy a escribir yo, modesto relator de nadas. En cambio Gelman sí, y la gran siete; Gelman que, sentado al borde de una silla desfondada, mareado, enfermo, casi vivo, dijo Hay que aprender a resistir. Ni a irse ni a quedarse, a resistir, aunque es seguro que habrá más penas y olvido.

Publicado en el diario La Unión del 3 de mayo de 2012.

jueves, 26 de abril de 2012

Carlos Bianchi

Carlos Arcecio Bianchi nació el 26 de abril de 1949, en la Ciudad de Buenos Aires.


Levantó el tubo gordo del teléfono púbico anaranjado, metió el cospel y discó. Trrrrr… trrrrk… seis veces. Muchos años más tarde, a ese mismo lugar llamaría por celular (y con el 4 adelante en la característica). La campanilla larga y pausada sonó dos o tres veces. Y atendió Dios.
–¿Quién habla? –preguntó Dios por educación, porque sabía.
–Yo … Carlitos.
–¿Y qué querés?
Dios es misericordioso pero de pocas palabras.
–Jugar bien a la pelota, Dios. Hacer goles. Pero soy medio patadura, no sé gambetear.
–A ver, Carlitos, decime: ¿qué parte del cuerpo es más importante para jugar bien a la pelota?
–Y… Los pies. Son los pies, ¿no?
–No.
–¿No?
–No. No son los pies. Es la cabeza.
–¿La cabeza? ¿Para hacer goles de cabeza?
–No, Carlitos. Para pensar. Lo más importante en el fútbol es pensar. Vos pensá, Carlitos. Pensá y salís –le dijo Dios, que tenía la cara de Alejandro Urdapilleta y se le veía aunque estuviera hablando por teléfono porque es Dios.
Carlitos pensó y empezó a meter goles. Montones. No era muy alto, habilidoso o superveloz, no tenía una pegada especial, era algo miope y se veía que iba a quedarse calvo. Pero sabía dónde estar y qué hacer para mandar la redonda a las piolas del arco. Hizo pilas de goles. A los 18 años debutó en la Primera de Vélez y a los 20 ya era el goleador del equipo. Esos locos que llevan las estadísticas de toda la historia del fútbol suelen discutir si Labruna tiene el récord de goles con 293 o Erico hizo 295. Carlitos en la Argentina metió 206, pero regaló ocho años durante los cuales jugó en Francia. Y allá clavó otros 179. Hagan cuentas.
Pese a tanto, nunca pudo destacarse en la Selección. Dios no es como el diablo de Goethe pero tiene lo suyo. Por algún lado te cobra. Si no, todos seríamos Messi y Paul McCartney. Carlitos jamás jugó un Mundial. Por una u otra cosa, los entrenadores del seleccionado siempre eligieron a otro.
La historia de Carlitos técnico es más sabida, no hace falta explayarse tanto. Siguiendo aquel consejo de Urdapilleta, pensando, armó equipos invencibles, ganó torneos nacionales, copas internacionales y del Mundo. Y las veces que la cosa se puso dura, marcó aquel número de teléfono –ahora en su celular– y Dios le dijo “decile al arquero que se tire para allá, que la ataja”. Y el arquero se tiró para allá. Y la atajó.
Carlitos fue el DT número uno de la Argentina casi desde que empezó y para siempre. El más votado en todas las encuestas. El más nombrado y el elegido de los hinchas cada vez que hubo que contratar un técnico nuevo para la Selección. Pero por una u otra cosa, nunca la dirigió. Un día marcó, una vez más, ese número. Quería saber, posta, qué estaba pasando.
–¿Qué querés, Carlitos? –lo atendió Dios. A esta altura ya pasaba por alto la formalidad de preguntar quién hablaba.
–Quiero saber por qué nunca la Selección.
Dios se encogió de hombros, arqueó los labios hacia abajo y frunció la frente.
–Ah, no sé. Ojala yo quiera –dijo Dios, acentuando “ojala” grave– que un día pueda ser. Pero yo no decido. Yo hago lo que dicen los clubes.
“¿Se habrá ligado?”, pensó Carlitos. Dios ahora tenía otra cara: cara de humilde ferretero de Sarandí, ojos chiquitos, mentón corto, papada. Y un anillo grueso de oro que decía “Todo pasa”.

Publicado en el diario La Unión del 26 de abril de 2012.

jueves, 19 de abril de 2012

Luis Miguel

Luis Miguel Gallego Basteri nació el 19 de abril de 1970 en San Juan, Puerto Rico.


–¡Qué voz tiene este niño! ¡Qué maravilla! ¡Si va a ser un cantante extraordinario!
–¿Qué dices? ¿Que vamos a ganar mucho dinero con qué?
Es la mar de fácil imaginarse un supuesto diálogo así, entre padres artistas y allegados del ambiente entusiasmados con lo que daba y prometía la garganta del pequeño Luchito.
Pero no nos circunscribamos a Luis Miguel. Hablemos, mejor, de mi amigo Fabio, un tipo bastante más divertido que el puertorriqueño cantor. A mediados de los 80 todos nos matábamos con Yes, que había venido a tocar a Vélez cuando no existía que viniera una banda extranjera, con The Police, Iron Maiden, los Stones adultos, Peter Gabriel y su Amnesty y, por supuesto Charly García. Menos Fabio. Él era incapaz de nombrar dos canciones de Piano Bar y, aunque tocaba el bajo en una banda metaloide, no sabía diferenciar a Bruce Dickinson de Rick Astley. Hasta Riff le importaba un pito. Lo de él era Luis Miguel. Sacaba –más o menos— los tonos de las canciones en la guitarra, tenía todos los discos, unos cuantos pósters y era de los que iban a la puerta del Hyatt si Luis estaba en Buenos Aires. La primera vez que el pibe cantó en el Luna con la voz gruesa (le tuvieron que cambiar el arreglo del “tú y yo, los dos, el pájaro y la flor”, me imagino), de puro fan hizo correr la bola de que Luis Miguel estaba por salir del estacionamiento y lo sacó a su hermano, el Chori, rubio y melenudo, tapándose la cara con la campera en el asiento de atrás del auto. Hordas de jovencitas enloquecidas se treparon al capó y el techo del Falcon de don Tony (el padre de Fabio, sí) y casi le hacen destrucción total mientras el hermano corría riesgo de asesinato si llegaba a asomar un ojo y saltaba el engaño.
Era inexplicable, porque no éramos nenes, teníamos más de 20 años, tal pasión de un muchacho grande por un carilindo romántico. “Canta como la puta que lo parió”, decía Fabio, y era cierto. Tanto como que él también se volvía loco por Sergio Denis, lo que invalidaba cualquier apreciación musical suya.
¿Por qué lo hacía? ¿Por las pendejas? Seguramente no; su gusto era genuino. Pero es cierto que mientras los demás nos chocábamos las guindas en recitales de Memphis –todo muy lindo, sí, con mucha onda, pero había como mucho una única señorita y estaba con el baterista–, él, gracias a Luismi, se movía en un ámbito mucho más abarcativo del espectro femenino. Y que, a lo largo de casi 30 años, Fabio anduvo gordo, flaco, musculoso, fofo, pudiente, pobre, enamorado, desengañado, dandy y cornudo, pero siempre con chicas a su alrededor o en la mira. Y gracias a Luismi. Y tanto anduvo que llegó a ser experto en novias en los programas de Ari Paluch y Pettinato, consejero de jóvenes despechados por internet y ahora es escritor y sus libros sobre conductas relativas de las féminas se exhiben en los estantes de “Autoayuda”. Todo gracias a Luismi. Y ahora que somos grandes, los demás reconocemos, nos guste o no –mayormente, no—que el puertorriqueño de los dientes con intermezzo y el peinado sospechoso la mueve lindo con las cuerdas vocales. Porque el “que no sabes lo que tú me haces sentir” te pone a 120, la interpretación de “no culpes a la plaia” es tan grasa como impecable y el último fraseo de “Palabra de honor”, es el non plus ultra de los cantores con manicura. Aprendimos a saber que, en el juego que juega, Luismi la rompe. Y fue gracias a Fabio.

Publicado en el diario La Unión del 19 de abril de 2012.

jueves, 12 de abril de 2012

Carlos Reutemann

Carlos Alberto Reutemann nació en la ciudad de Santa Fe el 12 de abril de 1942.


Fue y le devolvió al periodista amigo los varios cientos de dólares que el otro le había dado a ella la noche anterior para que ella los reventara en el black jack. “Tomá –se los devolvió y le dijo— pero nunca más le prestes un centavo”. Él jamás le liberaba el efectivo. Y en esos años no había Banelco. Ella era una chica dispendiosa, de familia bian, que nunca había padecido apreturas y vivía como si la guita fuera el aire. Él era en lo económico un buen partido, un buen nombre y un buen hombre. Pero le faltaba glamour. Ella, quizás, envidiaba la facha loca de James Hunt, la vida de playboy de Laffite, la flmaa tana de Andretti, los lujos millonarios de Merzario, incluso el magnetismo sci-fi de Niki. Y lamentaba, quizá, que de todos el suyo fuese el gaucho que de chico iba a la escuela a caballo y que había aprendido a correr arriba de un tractor y a ser metódico y cauto dándoles de comer a los chanchos.
No le fue mal a Lole en la Fórmula Uno, aunque parecía que sí porque no salía campeón. Con sus maneras de “una duda es una duda y no una instancia a optar” corrió en los mejores equipos, ganó 12 grandes premios y no llegó al título mundial porque el venenoso de Frank Williams le metió el piripipí a su auto en la última carrera de 1981. Seguramente es por eso que lo seguimos viendo más como un ex piloto de F1 que como un político, aun cuando anduvo sólo 10 años sobre Brabhams, Ferraris y Lótuses y en la política ya lleva más de 20 con cargos públicos tan destacados como gobernador o senador de la Nación.
O será que cuando él corría la gente se levantaba los domingos a la mañana para verlo, se fumaba los relatos y comentarios de Cando y Acosta y se hacía malasangre delante de la pantalla hasta que el Lole abandonaba, terminaba segundo o tercero o ganaba. En cambio su política de frialdad y cautela nunca emocionó demasiado a nadie. O es posible que así como en el automovilismo llegó hasta donde llegó y fue bastante, en la política también haya avanzado hasta donde es capaz de avanzar y no es para tanto. Quién sabe. La política es a veces ciencia oculta para las mayorías.
Cosas de la vida: siempre esperamos un logro mayor del Lole piloto. Es que veíamos que tenía con qué, pero no pudo ser. En cambio, el Lole político, de quien no esperábamos ya nada trascendente, nos concedió el logro más grande cuando dijo “vi algo que no me gustó” y se fue a boxes. No hubo Lole y el capocheta, usualmente corto de vista, se creyó que de verdad Néstor podía ser su chirolita. ¿Sabría Lole que al tirarse a la banquina le abría paso a semejante Presidente? Difícil, pero seamos buenos y pensemos que sí. Que igual que aquella vez en la carrera de Brasil, cuando le mostraron el cartel de “JONES-REUT” y él no obedeció porque sabía que ganaba, en las elecciones de 2003 le mostraron el de “REUT-KIRCH” y tampoco le hizo caso porque entendió que ganábamos todos. No es verdad, pero vamos a hacerle este regalo en reciprocidad porque él puso su parte para regalarnos aquel Néstor, y ya que es su cumpleaños.

Publicado en el diario La Unión del 12 de abril de 2012.

jueves, 5 de abril de 2012

Cacho Tirao

Oscar Emilio Tirao nació en Berazategui, provincia de Buenos Aires, el 5 de abril de 1941. Murió en la Ciudad de Buenos Aires el 30 de mayo de 2007.


Cuando los diarios vengan con música va a ser más fácil. No sería nada raro. Tanto escorchan con “el final del diario en papel” que nunca pasa y nunca va a pasar, ¿por qué no pensar al revés, en “el comienzo del papel con Internet”? Y ahí va a ser más fácil. Porque ésta es una historia que viene con música de fondo: la del mejor Adiós Nonino en una guitarra sola que existe, dulce, envolvente, avasallante, lleno de notas y de música. Buscás esa versión, metés play y entonces sí, te ponés a leer.
Esta historia, además, empieza casi cuando termina. El 16 de diciembre de 2000, Cacho Tirao tocó Adiós Nonino en la Casa de la Cultura de Adrogué. Lo tocó como lo había hecho 30 años atrás integrando el Quinteto de Astor Piazzolla pero solo, porque Tirao solo sabía sonar como un quinteto de cámara. Tocó por milésima o millonésima vez en sus 53 años de trayectoria artística, 59 de vida. Tocó Adiós Nonino para terminar el recital, se levantó del taburete y no saludó al público porque cayó fulminado por un rayo cerebrovascular que le dejó inerte la mano izquierda, la que sabía volver viruta los diapasones.
En los tiempos en que Cacho Tirao empezó, a los músicos como él difícilmente se los veía. De tanto en tanto sí, en algún teatro, o los que eran verdaderamente entendidos y seguidores. Si no, el hábitat era el disco o la radio, ambos en soporte negro, ése que en las clases de física de tercer año nos enseñaron que era ausencia de color y no uno de ellos. Cacho, velocista preciosista, arreglador sorprendente (acá poné stop, buscá Berimbau, de Baden Powell, por Tirao, y vas a entender de qué se trata este asunto), capaz de hacerte de una guitarra una orquesta polifónica o un atardecer en Hokkaido, conseguía que, escuchándolo en un disco, vieras sus dedos macizos trajinar el diapasón. Algunos, pocos, legos, decían que era un defecto, una desprolijidad que se oyera algo más que no fuera la cuerda pulsaba. Otros cerraban los ojos y le veían los dedos. Y cuando se puso a tocar una vez por semana en la televisión de cuatro canales grises, vieron que era cierto y que era bueno. Con las grabaciones que sacó mientras salía en la tele vendió un millón de discos. Un millón. Diez millones de dedos. Cuatro millones de dedos zurdos pisando tripa de la prima a la bordona, como decían Alfonso y Zavala.
Esa ponchada de dedos fue que se quedaron quietos aquel diciembre. “No toco más”, pensó Cacho que decidía. Tanto había hecho ya que le pareció suficiente. Para qué más conciertos, viajes, discos, escalas y armonías. Pero su siniestra tenía ideas propias. Se entrenó como Rocky en el frigorífico, tamborilenado y dibujando arañas sobre un diapasón sin guitarra. La fue corriendo de atrás a la diestra hasta que consiguió alcanzarla. Rehízo los callos. “Agujas clavadas en los dedos”, decía el dueño de la mano que sentía después de cada día de entrenamiento. Decía que sentía. El asunto iba bien.
Al final del final, la mano zurda grabó el último disco, volvió a llevar a su jefe a un escenario, dejó así de chiquita una guitarra nueva. Y apenitas después dijo “ya está”. Esa mitad de Cacho Tirao que había hecho el camino de ida y vuelta al cementerio cantó –o, mejor, tocó— diez de última y se llevó a Cacho Tirao entero. ¿Para qué más armonías, escalas, discos, viajes y conciertos?
Poné stop, que terminó la historia. O, si querés, seguí escuchando el diario.

Publicado en el diario La Unión del 5 de abril de 2012.

jueves, 29 de marzo de 2012

Terence Hill

Mario Girotti nació en Venecia, Italia, el 29 de marzo de 1939.


El sueño del pibe –del “muchacho”, para ponerlo en términos de cine clásico— era conocer a Jack Beauregard. Al gran, el incomparable, Jack Beauregard, el pistolero más rápido del far west, legendario cowboy que desenfundaba, disparaba y guardaba sin que se viera que el arma hubiera salido de la cartuchera. Beauregard peleaba contra bandidos y maleantes y contra la fama que, a su edad, le impedía retirarse. Todo el tiempo, alguien lo provocaba o lo retaba a duelo sólo para convertirse en “el hombre que mató a Jack Beauregard”. Y a él no le quedaba otra que seguir batiéndose y matando. Tenía que desconfiar hasta del peluquero –del barbero, según se le decía—y hacerse afeitar a punta de pistola.
El muchacho sin nombre se hacía llamar Nadie. El chiste era obvio: “Nadie es más rápido que Beauregard”. Pero el pibe no quería batirse contra él sino con él. Y derrotar, los dos juntos, a los bandidos del terrible Grupo Salvaje.
Acá la película se llamó “Ahora mi nombre es Nadie”, traducción de los originales “My name is Nobody” e “Il mio nome è Nessuno” –como tantas en su género, la película se editó oficialmente en dos versiones, en inglés y en italiano—. Y fue una mamushka rusa de botas, chaleco y pistolas humeantes, símbolo de un antes y después dentro de otro. Nadie era el muchachito que venía a ocupar el lugar del ya vivido Beauregard. El western spaghetti  cerraba su círculo como la variante moderna a las legendarias aventuras de John Wayne, Alan Ladd o Henry Fonda. Y, en los roles estelares, el propio Fonda era el veterano en retirada y Terence Hill la estrella que acá se instalaba como héroe a la par, quizá, de Giuliano Gemma y ningún otro.
“Yo trabajo solo”, le remachaba Jack a Nadie, pegado a él como un monitor. Pero, al fin, era inevitable que enfrentaran juntos al Grupo Salvaje. Beauregard supo que el jefe de la pandilla había matado a su hermano, Nevada Kid. Ya tenía un motivo. Nadie hizo los arreglos necesarios y así llega la imponente escena de los dos justicieros frente a la horda de salvajes, acertándoles con sus balas y haciendo estallar la dinamita en sus monturas.
Hill, que venía de reventar taquillas con las dos entregas de Trinity en las que junto a Bud Spencer destrozaban el falso Oeste a trompadas y tiros, siempre evaluó esta de Nadie como su gran película. Aun cuando las anteriores fueron tan populares que los viejos fans de barrio siguen refiriéndose a “Ahora mi nombre es Nadie” como “la mejor de Trinity”. Aun cuando con el gordo Spencer hizo historia en 17 filmes que fueron del Oeste a Miami, Brasil o España. Desde 1968, cuando emergió a pistoletazos, Hill fue siempre aquel muchacho polvoriento bajo el sol rajante. Y sus personajes posteriores, la curiosidad de ver a un cowboy disfrazado de millonario, policía o cura. Y aun después de haber devenido actor de carácter y hecho de Lucky Lucke y Don Camilo.
En el momento culminante, Nadie y Beauregard se baten a duelo en la avenida polvorienta frente al saloon. Nadie es más rápido. Beauregard cae. Pero es un tongo. El viejo Jack se hizo el muerto y ya sin fama ni familia, vida pública ni pesados a su alrededor, navega rumbo a su jubilación en el Viejo Mundo. Nadie ocupa su lugar. Es quien ahora desenfunda como un rayo frente a maleantes o provocadores y esquiva balas a movimiento de cintura y cuello. Y, claro, no confía ni siquiera en el barbero.

Publicado en el diario La Unión del 29 de marzo de 2012.

jueves, 22 de marzo de 2012

Karina Jelinek

Karina Olga Jelinek Yamaguchi nació el 22 de marzo de 1981 en Villa María, Córdoba.


Ella se llamaba Olga y no quería que nadie lo supiera. Olga era un nombre sin glamour, de vieja, de fea, maldita la hora en que su padre austríaco le había puesto Olga, Karina Olga. ¿Por qué no Karina Giselle? ¿O Karina Belén? Nadie más que quienes lo sabían tenían que saber que ella se llamaba Olga. Pero a alguien se le escapó. La tele todo lo puede y la insistencia cómplice del productor de un programa fue suficiente para hacerle abrir la boca a algún allegado bocina. Cuando Pettinato le preguntó “¿no te gusta que te digan Olga?” ella no supo qué responder. No podía decir que sí, siempre se había negado a llevar ese nombre. Tampoco que no, porque era cierto. Como tantas veces, no supo qué pensar. No supo qué hacer. Se fue.
Ella le vendió la exclusividad de la imagen de su culo a una marca de pastillas para adelgazar. Y por mucho tiempo no pudo mostrarlo. Lo tenía embargado. Se entregó, entonces, a las gorgonas redondas de su pecho, tan imponentes y artificiales, iguales a tantas otras de otros pechos, iguales una a la otra. Durante algún tiempo ella fue frente sin dorso. Y fue como si a Piazzolla le hubieran escondido el bandoneón o a Palermo, prohibido patear al arco. Trasero esquivo… Todo por culpa de una exclusiva.
Ella supo pronto que muchas veces no sabía qué contestar. Y aprendió un comodín: “Lo dejo a tu criterio”. Desde entonces lo usó para todo, ya fuese que le preguntaran si era mejor como actriz o como modelo, si le parecería bien hacer un “desnudo cuidado”, qué opinaba de las recientes declaraciones de Stefanía Xipolitakis o cuál era la capital de Italia. Ella respondía “lo dejo a tu criterio”. Y advirtió que el recurso funcionaba. Y le gustó.
Ella cuenta que no endosó un cheque y le puso dedicatoria, que no mezcló un alfajor con un ácido en la secundaria y que no demandó al tipo que le dijo Olga. Tal vez le parezca elegante decir que no. Ella dice que fue a París “y todos hablaban en Francés” que no es “de la generación de leer libros”, que su nombre artístico “es Karina Jelinek” pero su nombre real es “Karina Jelinek”. Ella…
Ella se casó con un multimillonario de rodete. Fue la princesa rosa de Leonardo. Él le compró anillos de diamantes grandes y caros como el Taj Mahal, autos lucientes y veloces para pasear por Palermo y otros distintos que hicieran juego con Puerto Madero, una mansión con habitaciones en las 23 provincias, tal vez viajes o caprichos. O un kilo de helado en Freddo. O un pony. La llevó de paseo a Miami para declararle su amor en Cancún. Eso es clase. Él no le hacía preguntas, al menos no en situaciones de exposición pública. Y ella, a él, no le respondía “lo dejo a tu criterio”. Enamorados, separados, tatuados o insatisfechos. Qué importancia tiene. Era una historia de amor y mucha plata en la que ella siempre fue, básicamente, un amor.
Ella, ligustro imponente, india oliva japonesa, fatal monumento exótico, flor de upite, flor de tetas para hincarles bien el ojo, partirla en dos como un queso, hacerle saltar los piojos, darle del suelo al pescuezo, pasarla por bayoneta y si quiere gritar, que grite.

Publicado en el diario La Unión del 22 de marzo de 2012.

jueves, 15 de marzo de 2012

Ariel Delgado

José Ariel Carioni nació en Mercedes, Corrientes, el 15 de marzo de 1931. Murió en Buenos Aires el 16 de octubre de 2009.


Era una voz sin cara. Mirá qué curioso: en ese catálogo panóptico de todas las cosas y lugares y personas que hay y hubo en el mundo que es Wikipedia, la ficha correspondiente a Ariel Delgado no tiene foto. Está bien; no hay imagen. En Delgado, la cara era un extra reservado a los más cercanos. Para el país y el pueblo, en cambio, era esa voz. “Hay más informaciones para éste boletín”. Sí, cierto, en esa oración la palabra “este” no debería llevar acento. Pero así la decía Delgado, atildada y, es más, apretada al “para” anterior, sin el agujero en el medio: “paraéste”. “Paraéste boletín”, decía, muchas veces, no sé cuántas pero en mi recuerdo de yo infante se me hace que unas 20 ó 25 por media hora de informativo, probablemente no fuesen tantas.
Voces machazas se escuchaban en la radio de casa. En Rapidísimo, Larrea. Antonio Carrizo con La Vida y el Canto. Cacho Fontana. Y “hay más informaciones para éste boletín”, sin ni nombre. No había “Show de Ariel Delgado”. Sólo noticias. Delgado fue un hombre que quería difundir informaciones, simplemente, nada menos.
“Un pajarón”, lo calificaban aquellos a quienes les caía mal no el latiguillo de Delgado y el tono monocorde sino también el hecho de que a través de una radio uruguaya –Radio Colonia—y peronista –propiedad de Héctor Ricardo García—, chicaneara las prohibiciones del gobierno argentino que por algo era que prohibía. Delgado daba noticias, monocorde. Nada más decía. “Hay más informaciones…” y el pronóstico del tiempo. “Hay más informaciones…” y una denuncia de violaciones a los derechos humanos en la Argentina. “Hay más informaciones…” y uno que ganó solo el Prode. “Hay más informaciones…” y la entrega del Premio Nobel de la Paz a Adolfo Pérez Esquivel. “Hay más informaciones” y un terremoto en la India. “Hay más informaciones” y la desaparición de Rodolfo Walsh. “Hay más informaciones…”.
“Buenos Aires. Una junta de comandantes asumió esta madrugada el poder en la Argentina. Tanques y tropas del ejército con pertrechos de guerra ocuparon el casco céntrico de la Capital Federal”. Eso dijo Ariel Delgado el 24 de marzo en la apertura del informativo de Colonia. Dio una noticia, nada más. Así visto parece poco y no lo era. Al mismo tiempo, todos los canales y radios del país transmitían en cadena los comunicados oficiales de la dictadura y la tapa de Clarín decía “Total normalidad. Las Fuerzas Armadas ejercen el Gobierno”.
En septiembre de 1979, una comisión de la OEA visitó Buenos Aires para comprobar las violaciones a los derechos humanos. Delgado quiso informar. En Uruguay también mandaban los militares. Lo sacaron del informativo y le dejaron un micro diario de cinco minutos. Al año siguiente, en ese mini espacio, habló de Pérez Esquivel y Jacobo Timerman. Lo sacaron de Uruguay. Vivió en Roma y en Nicaragua. Volvió con la democracia, trabajó y fue despedido de cuatro radios, siempre por los mismos motivos: querer hablar de lo que no querían que hablara. No sólo los militares censuran; también los empresarios.
Fue secretario de redacción de Crónica y locutor de Crónica TV, después. Pero esta parte del asunto no tiene nada relevante. No se puede escribir “hay más informaciones paraéste boletín” en el encabezado de cada noticia de un medio gráfico. No se puede ocupar un lugar destacado en la televisión cuando uno es una voz y no una cara.

Publicado en el diario La Unión del 15 de marzo de 2012.

jueves, 8 de marzo de 2012

Kat Von D

Katherine von Drachenberg Galeano nació el 8 de marzo de 1982 en Montemorelos, Nuevo León, México.


Me pregunto si alguna vez llega el momento en que algunos tatuadores y tatuados se sienten frustrados con la piel que habitan. Empiezan por hacerse un tatuaje: un dibujito, una guarda, unos ideogramas chinos, el nombre de alguien, Jesús, el Che Guevara, Homero Simpson los más tontos. Siguen. Se hacen otro. Algo que les parece relevante y digno de ser puesto en tinta, algo que le queda bien a su brazo, su pecho, su espalda o el nacimiento de su culo, algo nuevo, algo azul, algo prestado. O están aburridos de verse como se ven y ¡fa! un tatuaje. Hasta que un día quieren otro y ya no tienen dónde. Entonces, pienso yo, se frustran, se dedican al grafiti o la pintura decorativa, se dividen la lengua en dos o se pintan las uñas.
Kat Von D es la más famosa de todos los tatuadores del mundo. Aparentemente lo hace muy bien. Además, da linda y sexy en la tele, muestra el ombligo, tacos altos, boca roja, pelo raro, y le sobra para que LA Ink, el inverosímil reality que la exhibe día tras día en su negocio sea un éxito en muchas partes. Acá es marginal, sólo para fanáticos o entendidos, está a la cola de la grilla del cable. A Kat todavía le queda algo de espacio como para no frustrarse. Tiene un fárrago de dibujos y letras en piernas, brazos y manos, cuello, pecho y espalda, 21 estrellas bordeándole la izquierda de la cara y un rayito que viborea al lado del ojo derecho. Es hija de argentinos, y la conexión país siempre suma. Funcionó con Roland Orzabal, Roberto Baggio y los novios perfectos Matt Damon y Michael Bublé. ¿Por qué no iba a andar bien con Kat?
En el programa, ella es la jefa que preconiza “todos somos amigos” y trata como el upite a todo el mundo. Está Corey, otro tatuador, su amigo del alma salvo las veces que discuten por qué hora es, o cosa así, y él se va, pone su propio negocio pero después vuelve. También Adrienne, la encargada que basurea a todos pero como no habla nadie lo sabe. Y Liz, que entró de cadeta pero ella quiere ser gerenta de RRHH. Craig, la competencia, un tatuador de saco y corbata que se babea. Amy, que se pinta las cejas a la altura donde a Víctor Hugo Morales le nace el pelo. Y Nikki Sixx, el bajista de Mötley Crüe, circunstancial novio de Kat. Y un montón más de ridículos que van, vienen y desaparecen. Todo parece un montaje. Es Estados Unidos (“esto es América”, dirían ellos): no hay nada que no esté arreglado. Los clientes, la parte menos relevante de la trama, son lo más creíble. Entra un quía de musculosa y pide: “Quiero hacerme este platillo de sopa humeante porque representa el sudor de mi novia que murió en un accidente en un sauna turco y nunca dejaré de amarla”. Las temáticas son otras pero el esquema motivacional es semejante al que podemos encontrar en cualquier local de tattoo de la Galería Laprida. Allá y acá. Marilyn y el Che. Una rosa espinosa y un jazmín del país. La bandera de los estados confederados y la albiceleste. Una Harley Davidson y el escudo del Taladro. Un símbolo apache y una guarda pampa. Un nombre: Debbie y otro: Claudia. Una frase en chino y una frase en chino. Puros argumentos buscados para decorarse como si fuese indigno admitir que simplemente se quieren pinturrajear un poco. Acá y allá casi no hay diferencia. Sólo que acá la gráfica la hace un tipo con piercings, orejas de cocker y pantalones tres cuartos. Y allá la dibuja Kat Von D. Vaya si la dibuja.

Publicado en el diario La Unión del 8 de marzo de 2012.

jueves, 1 de marzo de 2012

Benito Quinquela Martín

Benito Juan Martín, luego Benito Juan Martín Chinchella y por último Benito Quinquela Martín, nació el 1º de marzo de 1890 y murió el 28 de enero de 1977, en la Ciudad de Buenos Aires.


Si lo que dice acá arriba, a apenas una calle de diseño (antes se decía diagramación y sin embargo era lo mismo; debe de haber cambiado el nombre nada más, como cuando le pusieron Tavano a Virgilio) de distancia, es totalmente cierto, va a ser por suerte, casualidad o destino. La verdad es que no se sabe probadamente dónde, cuándo y quién nació aquel marzo. El dónde es una aproximación basada en probabilidad. Si a la criatura la dejaron en la puerta del Hogar de Niños Expósitos, actual Hospital de Niños Pedro de Elizalde (otro que cambió de nombre, como Benito mismo), en  la esquina de Caseros y Montes de Oca, a una cuadra de la estación Constitución, lo más probable es que haya nacido no lejos de allí. El cuándo lo determinaron los médicos del hogar que lo midieron, lo pesaron y concluyeron: “Este chico tiene 20 días”, y era viernes  21. Y el quién fue decisión de los curas que, con autoridad de cura, lo bautizaron Benito Juan Martín, se dice que porque el bebé llegó con un papel que traía escrito ese nombre, o tal vez no. Traía, eso sí, medio pañuelo bordado, la mitad que le tocó guardar del misterio de su origen. Suele suponer la gente que quien guarda un misterio conoce la verdad verdadera tras el velo. Pero a veces no es así y el guardián sólo posee el misterioso misterio. Cuando Benito tenía siete años, los carboneros Manuel y Justina Chinchella se lo llevaron de la Casa Cuna a que fuera hijo de ellos. Y fue Quinquela. Los carbones de la Boca fueron su primera primitiva arma de artista. Y fue pintor.
Marineros y estibadores cargan y descargan ahí del Puente Viejo. Un buque en ruinas se va deshaciendo bajo la tormenta.  Las barcas descansan, se amontonan y se reflejan en el agua todavía posiblemente azul del río. Don Quinquela pintó barcos, Riachuelo, puerto y portuarios. Apenas pintó otras cosas que, de tan pocas, se cayeron de su biografía. Muchas veces al fondo está Avellaneda, el Docke, este lado del río. El escenario es el otro, las Barracas al norte, los colores de la Boca urgentes en su espátula, porque Don Quinquela tras la iniciación pronto desechó el pincel despacioso, cauto y fino. El puerto no es fino.
Es Don Quinquela porque lo aprendimos de viejo. Así está en las fotos, las estampillas y la película en la que Arturo Puig se debate entre la 9 de Boca y Susana Giménez: un duende con cuatro pelos locos y un hongo como nariz crecida por los años, como el de la Canción para los días de la vida. Pero en lugar del violín que nunca calla, la espátula refalosa que sacaba a pasear colores y también era igual a las guirnaldas. Quinquela Martín se hizo viejo en el tiempo que tardó el arte, siempre tan culto, para entenderlo. Entretanto vivió de lo que pudo y a veces de lo que no pudo, expuso hasta por la fuerza e imaginó Caminito de fachadas coloreadas, como una callejuela hecha con todas las cajas de Rasti, allí donde antes había puro cardo y vía.
Como si hubiera querido compensar su primera infancia entre sotanas negras, curas y doctores de blanco, Quinquela pintó al pueblo en mil colores y fue hijo natural del puerto y la Boca.  Obreros, río y barcos que pintó su mano irrefrenable colorearon el ataúd en donde lo acostaron finalmente. La vida no podía ser gris para Quinquela. Menos, la muerte.

Publicado en el diario La Unión del 1º de marzo de 2012.