jueves, 29 de diciembre de 2011

Jon Voight

Jonathan Vincent Voight nació el 29 de diciembre de 1938 en Yonkers, Nueva York, Estados Unidos.


Parafraseando a Liliana Ripoll, la contadora que hizo llorar a Luis Otero, podríamos decir que Jon Voight ha dejado de existir. ¿Quién, hoy por hoy, le conoce la cara? Quizás aparezca casualmente en la pantalla de Cinecanal un sábado a la tarde de mate, pan dulce y familia en plan de reunión “antes de fin de año”, y alguna prima grande, o un tío al que nunca le gustó el fútbol, confirme, de pleno conocimiento: “Ése es Jon Voight”. Pero sus chances de figuración en estos días no pasan de ahí. “¿Compraste un auto porque le perteneció a Jon Voight?” “No, no…”. “Me parece que ‘sí, sí’. Te gusta la idea de que la gente diga que estás manejando el auto de Jon Voight”. “Bueno, puede ser. ¿Y qué?”.  Seinfeld interpela a George Costanza en el episodio número 94 de “Seinfeld”. Esto fue a fines de 1994. Y ya entonces parte del chiste era que el auto fuese de un actor fuera de época. Imaginate lo que sería ahora. Si Mercedes Morán se compra el auto de Jon Voight y se lo cuenta a Francella, Guille no larga ni un “¡uuuiiiii!”. ¿Qué va a saber Hugo Bermúdez quién es Voight?
Cómo es la cosa, eh. Porque Jon Voight no fue uno del montón. Fue Joe Buck en “Perdidos en la noche”. Cosa seria. “Jerry, ¡estamos hablando de Joe Buck! ¡Si podés interpretar a Joe Buck, hacer a Oscar Schindler es una pavada!”, le dice Costanza a Seinfeld. Joe con las tejanas, los flecos y el sombrero, el pavote una cabeza y media por encima de Dustin Hoffman que termina entrándola en todas partes. Brevemente: después vienen “La violencia está en nosotros” junto a Burt Reynolds, “El Campeón” con Faye Dunaway y “Regreso sin gloria” con la silla de ruedas y Jane Fonda a upa. Para las dos últimas, Angelina Jolie ya había nacido. Ah, sí… porque Angelina Jolie es la hija de Jon Voight. O, al revés, él es el papá. Hay un momento en nuestra vida en el que dejamos de ser nosotros para ser el papá de alguien. Llamamos por teléfono a la escuela y no decimos “hola, habla Vallejos” sino “habla el papá de Laura Vallejos”. O, en la puerta, a la espera de que salga tercer grado, nos presentamos a una mamá atractiva como “el papá de Laurita”; es la única forma de que nos reconozcan. Jon Voight pasó a ser parte de Angelina. Una parte casi irrelevante, menor, perdida en el pelotón. Primero viene Angelina toda ella, esa presencia sexual intimidante, ese halo animal, un portento. Después la boca, labios de churrasco, caminata lunar con dientes. Más atrás las tetas, no por habituales menos importantes. Siguen, si se quiere, los tatuajes, Lara Croft, el Oscar por Inocencia Interrupida, Camboya, las adopciones, Brad Pitt. Y recién ahí, en todo caso y con buena voluntad, en el montón, vendría Jon Voight. Que, por lo demás, para justificar esa ubicación de mitad de tabla para abajo, ya hace rato que viene bajando la cuesta de los papeles secundarios en películas protagonizadas por otros, las apariciones como invitado en series de TV y los telefilmes. Los productores, que tienen algo de prima grande o tío cinéfilo, todavía se acuerdan de él, del cowboy con berretín de taxi boy, del parapléjico rompecorazones, y cada tanto lo convocan. Porque, ojo, guarda, que el papá de Angelina Jolie supo ser tremendo actor con nombre y apellido.

Publicado en el diario La Unión del 29 de diciembre de 2011.

jueves, 22 de diciembre de 2011

Alcides Ghiggia

Alcides Edgardo Ghiggia nació el 22 de diciembre de 1926 en Montevideo, Uruguay.


No perdamos eso que tenemos. No lo perdamos. Y hablemos de fútbol, como el Mariscal Perfumo, el Ruso Verea y el Mago Capria. Eso que tenemos los uruguayos y los argentinos, que si jugamos es porque queremos ganar, porque, si no, para qué jugamos. Hablemos de fútbol, aunque haya gente a la que no le caiga bien que se hable de fútbol en un lugar adonde el fútbol supuestamente no debería ser invitado. De eso que los europeos, por ejemplo, no pueden entender, habituados a las castas y el respeto por el orden divino, tal vez como consecuencia de una tradición de reyes y transmisiones de poder por vía sanguínea que las jóvenes naciones americanas no tenemos. Hablemos, aunque haya gente que preferiría subsumirse a una corona, que le teme al albedrío. Hablemos, para que no perdamos el valor de ir siempre a más y no a “estar entre los cuatro primeros” o “entrar en alguna copa”.
Eso que tenemos, el Ñato Ghiggia lo tuvo. Además, aunque era win, le gustaba hacer goles. El Cotorra Míguez, el centrofóbar, muchas veces se enojaba porque Ghiggia, en lugar de desbordar y tirar el centro para que el Cotorra la metiera, pateaba él. Faltando 10 minutos, con el escore 1 a 1, Obdulio Varela, el Negro Jefe uruguayo, le tiró un pase, y el Ñato quiso ganar; si no, para qué había ido a la cancha. Menos una cosa, todo daba para ser pesimista: Brasil venía haciendo de a seis o siete goles por partido; doscientos mil hinchas en las tribunas del Maracaná, con camisetas de “Brasil campeón 1950”; los propios dirigentes de la delegación uruguaya, antes del partido les habían advertido a los jugadores que con perder por menos de cuatro y sin expulsados estaban hechos; el resultado, porque si empataban el título era para Brasil; Jules Rimet, el presidente de la FIFA, con el discurso ya armado para felicitar a los brasileños; la banda militar debía tocar el himno de país campeón en la premiación y ni siquiera tenía preparado el uruguayo. Todo en contra, y una sola cosa a favor: esa pelota que Obdulio le tiró en cortada. Ghiggia encaró a toda velocidad, lo pasó a Bigode, el marcador de punta, y ya iba a 100 por hora, o parecía. En el área, el Cotorra esperaba el centro. También el Pepe Schiaffino, el ídolo, el crack, la figurita deseada por los botijas. ¡Pero qué iba a mandar el centro Alcides! Ya había tirado uno antes, para que el Pepe metiera el 1 a 1. Esta vez, ni hablar de eso. Además, el arquero Barbosa le estaba dejando un huequito hermoso para meterla al lado del primer palo. Pateó, el Ñato, fuerte y rasante. “El silencio de los brasileños se escuchaba más fuerte que el grito de gol de los pocos hinchas uruguayos”, recordó Ghiggia cuando ya, con los años, la gesta se había hecho leyenda.
Sólo Ghiggia vive, de los once uruguayos que ganaron esa Copa del Mundo. Hace dos años volvió al Maracaná, a un homenaje. Dice que le dio un poco de vergüenza porque hubo pocos aplausos; 59 años después, los brasileños seguían en silencio. Tal vez regrese una vez más en 2014, para el próximo Mundial, a ver quién lo gana. La humanidad misma supone que será Brasil, que es imposible que de local lo pierda. Yo espero que seamos nosotros, que volvamos a ser los que jugamos porque queremos jugar mejor que todos, y que Messi les pinte la cara. Y Ghiggia, no tengan dudas, cree que va a ser Uruguay. Va a más. Sabe: yendo a más es como se consiguen los maracanazos.

Publicado en el diario La Unión del 22 de diciembre de 2011.

jueves, 15 de diciembre de 2011

Roberto Pettinato

Roberto Pettinato nació en la Ciudad de Buenos Aires el 15 de diciembre de 1955.


No me cae bien Pettinato. Se cree más que yo. Y es un salame. No querría tener a Pettinato de amigo. Es el típico que si te llama para proponerte “che, a ver cuándo nos juntamos a tomar algo y charlar” en realidad te está diciendo “a ver cuándo nos juntamos a tomar algo y hablar de mí”.
Pongo pausa y aclaro, porque siempre hay alguno con alma de redactor de cartas de lectores de La Nación listo para meter el bocadillo improcedente. No lo conozco a Pettinato más que a un nivel superficial. Sé lo que de él se ve en la tele, sale en los diarios o se escucha en los discos. Y opino de eso, a la manera en que se opina de alguien que no es, como mínimo, cuñado de uno. Al cabo, no podemos saber si Eduardo Feinmann en la intimidad es cariñoso con los niños y rescata de las plazas a palomitas heridas, o si Juan Carr y Cachito Vigil dejan la toalla tirada en el baño para que la levante la señora. Hablamos de lo que vemos. Como Pettinato.
Sigo.
Pettinato se considera músico. Y más bien es un snob que toca el saxofón. Evangeliza acerca de qué música es una porquería y cuál debería ser de escucha obligatoria. Y esta última siempre es algo que conocen él y tres más, no vaya a ser que el pueblo sea inteligente. Llegó a Sumo porque a Luca le gustaba cómo conversaba (permítasenme unos signos: !!) y allí se instaló como un improvisador que, no obstante, tocaba siempre lo mismo y más o menos igual. El tipo que supuestamente cree en la calidad superior de lo que hace, grabó un disco y puso una foto de él desnudo en la tapa, pito al aire. Qué modo singular de valorar y difundir su música por sí misma, ¿no? Igual, el disco era inescuchable, como casi todo lo que toca Pettinato. Que nadie vaya a estar a su nivel para entenderlo.
Pettinato se considera ingenioso y showman. Cómo es que termina escribiendo una contratapa insulsa en el suplemento de espectáculos más cuadrado del país, e intercambiando comentarios machistas con Fabio Fusaro en su programa de televisión, es algo que no se explica. Tampoco se explica cómo es que Fusaro, además, es mucho más divertido que él. Vale reconocer: tal vez la falta de explicaciones no sea porque él no las tenga sino porque no crea pertinente darlas. Es del tipo que parece entender que todo lo bueno que le pasa se lo merece y todo lo bueno que les pasa a los demás se lo merece él.
Pettinato se considera piola. Y se casó con la ex novia de Vilas. Lógico: un saxofón incoherente es, no obstante, menos insufrible que un poema de Cientoveinticinco. Se considera diferente y cool. Y se casó con una artista 15 años menor que él, como cualquier diputado nacional o empresario del acero. Igual vale: gracias a Karina El-Azem habrá descubierto la existencia de Lomas de Zamora más allá del “camión de la 100” y la cancha de Los Andes. Ahora capaz que conoce Las Lomitas y le abate que no quede en Palermo.
Hasta acá llegué. Ahora me pregunto cómo hacerle llegar esta declamación a Pettinato. Que entienda que hay un diario que sale en Lomas va a ser complicado. Que lo tome en serio, más. “¿Un diario en Lomas? ¿Falsifican el Clarín y lo venden en La Salada?”, preguntará. Cómo hago, entonces, para acercar mis letras a su vista, que lea esto que escribo y poder decirle “no te calentés, Petti, ¿no ves que es un chiste?”, que él va a entender.

Publicado en el diario La Unión del 15 de diciembre de 2011.

jueves, 8 de diciembre de 2011

Kim Basinger

Kimila Ann Basinger nació el 8 de diciembre de 1953 en Athens, Georgia, Estados Unidos.


Vamos a decir la verdad. A sincerarnos, ahora que está de moda el sinceramiento.
“Nueve semanas y media” fue una película insufrible. “Una bosta”, diría mi amigo Claudio, para quien el mundo se divide ya no en “blanco” y “negro” sino en “está bárbaro” o “es una bosta”. El tiempo transcurría espantosamente lento a lo largo de esas casi dos horas durante las cuales, en las escenas de diálogos, caminatas o él eligiendo qué camisa blanca se iba a poner, sentías cómo se te iba yendo la vida mientras estabas en el cine. Gracias a dios pasó hace mucho, 25 años, una época en la que estábamos obligados a ir a verla para no quedar al margen de las conversaciones en los cumpleaños. Y con el transcurrir del tiempo, el mundo se va poniendo de acuerdo respecto de la especie. En IMDB.com, la web favorita de Axel Kuschevatzky, 15 mil usuarios la califican con 5,5 puntos sobre 10. Está bien: medio punto es para Mickey Rourke, se lo habrán puesto las chicas capaces de desvincularlo de la cara de boga (el pescado, no un manyapapeles) que el tipo tiene ahora. Para la película, nada. Y los otros cinco puntos son para Kim Basinger.
Digamos, también, que “You can leave your hat on” es una canción mediocre. Funk rock trompetero, monótono, sin melodía, cantado en un rango que no pasa de una cuarta, o por ahí nomás. Un golpe de suerte para Joe Cocker, que tuvo por primera vez en su vida un disco de platino. Y para Randy Newman, el autor de la canción que, sin gloria, la había grabado 14 años antes. Los dos le deben todo a la escena del strip tease. A las esposas y el látigo, la persiana americana –sí, Soda Stéreo también es deudor aquí—, el auricular travieso del teléfono, el abrigo resbaladizo. Todo a Kim Basinger.
Tiempo después vimos “Cita a ciegas”, con Bruce Willis haciéndose el gracioso junto a John Larroquette. Pero en VHS. Y me pregunto por qué supusimos que era anterior a “Nueve semanas y media” (sí, ya sé, Axel Kuschevatzky no; él sabía. Me refiero a mis amigos y yo: Charly, el Rafa, el Narigón…). Posiblemente, un poco, porque Willis tenía pelo arriba de la bocha. Y mucho más porque Kim venía en un inesperado castaño y lacio. ¿Cómo alguien iba a dejar de lado esa rubiez sinuosa, inmarcesible, que le coronaba la espalda floreciente mientras el seco de Cocker se quejaba en do como un manolero? ¿Por qué motivo inevitable? Eso razonábamos.
“Batman” nos dio una coartada. “¡Qué capo Jack Nicholson!”, podíamos decir, como si nos importara. Había que evitar, sí, mencionar a Michael Keaton. Habría sido muy evidente, una coartada demasiado boba. “Deseo y decepción” fue una genialidad de la industria de Hollywood: podías ir al cine con una chica y ponerla a mirar a Richard Gere mientras vos, como él, ardías indeciso entre Kim Basinger y Uma Thurman hasta que, al final, igual que Gere, optabas por ella. Y “Los Angeles al desnudo”, el shock definitivo. No hay Kim Basinger después de eso. No hace falta. Cada tanto, Susana Roccasalvo, o Catalina Dlugi, o Rial, habrían de meter alguna noticia innecesaria: que se casó con Alec Baldwin (¡grande, gordo!), que iba a hacer de señora en alguna otra película, que estaba en bancarrota, que amaba a las nutrias… nada relevante. El punto final fue el de L.A. Después, no importa nada. Es más, no recuerdo haber visto la película, aunque la vi; pero me quedé en el afiche. Ganó el Oscar por ésa. Está bien.

Publicado en el diario La Unión del 8 de diciembre de 2011.

jueves, 1 de diciembre de 2011

Jaco Pastorius

John Francis Anthony Pastorius III nació en Norristown, Pensilvania, Estados Unidos, el 1º de diciembre de 1951. Murió el 27 de septiembre de 1987 en Fort Lauderdale, Florida, EE.UU.


Chaf. Chaf. En la primera escena está Pedro Aznar. Tiene 14 ó 15 años. Tenazas en mano y el bajo sobre la mesa, Pedrito va arrancando uno por uno los trastes, esos fierros que dividen en casilleros el mástil de los instrumentos de cuerda pulsada. Chaf. Cada chaf, un traste menos. Algunos salen limpios, muchos traen de regalo alguna astilla, un cacho de madera, el bajo le queda rotoso pero fretless. Pedro escuchó un disco de Weather Report, ese bajo distinto a todo lo que conocía, Jaco Pastorius. Averiguó cómo e hizo. Chaf. Chaf. Ese sonido Serú Girán, el bajo largo que se estira, que flamea. Jaco Pastorius. Chaf.
En esta otra escena, paramédicos de una ambulancia recogen a un tipo tirado en la calle, en la puerta del Midnight Bottle Club. Está hecho bolsa, con la cara rota. Para los ambulancieros no es nada del otro mundo: un sacado que bardea en el boliche y un patovica que le da leña hasta dejarlo irreconocible. Recién después de internarlo en terapia intensiva y atar cabos advierten que se trata de Jaco Pastorius. Ya decían todos que iba a terminar mal. Bipolar y empastillado como una farmacia, hacía rato que nadie lo quería, que lo admiraban en tiempo pasado. Fue y vino unos días entre los tubos, hasta que pintó hemorragia cerebral y fue, nomás.
Otra escena. Es en Nueva York, en una de esas canchas callejeras de básquet que tanto salían en los episodios de Starsky y Hutch. Un ratero, gorrita y buzo canguro, agarra el Fender Jazz Bass que está apoyado a un costado de la cancha y se va. Primero camina. Después raja. Se afanó el bajo de Jaco Pastorius. Jaco Pastorius se da cuenta cuando termina de jugar. Esa noche no va a poder tocar con los muchachos del puente. Ningún problema; igual, lo que ahora le interesa es la percusión, como cuando era un pibe. Por eso nadie quiere editarle su último disco. Dejó Weather Report porque una banda de virtuosos no era suficientemente espaciosa para él. Y ahora no tiene discográfica para su disco. ¿Quién va a querer comprar un disco de Jaco Pastorius en el que Jaco Pastorius no toca el bajo? Lógico.
¿Pero cómo había llegado hasta allí? Capaz que el camino empezó el día en que se le cruzó a Joe Zawinul, el tecladista y jefe de Weather Report, le dijo que se sacara de encima a Alphonso Johnson –hasta ahí bajista de la banda—y le hiciera lugar a él, “el mejor bajista del mundo”. Zawinul le echó flit. Él le dejó un demo. Zawinul lo escuchó y listo; apenas Alphonso se distrajo, empezó la era gloriosa de Weather Report, la de Jaco Pastorius.
Pensar –pensaría él—que lo que él quería de chico era ser baterista. Que si no se hubiera roto la muñeca a los 13 años jugando al fútbol americano, tal vez habría sido uno de los mejores. Pensar que pudo haber sido el mejor contrabajista pero no le alcanzaba la plata para mantener el contrabajo en buenas condiciones y lo cambió por un Fender. Pensar que si algún dueño anterior no le hubiera sacado los trastes a ese Jazz Bass él quizá no lo habría hecho y Joe Zawinul no se habría asombrado del mismo modo al escucharlo. No había cumplido todavía 20 cuando compró ese bajo. El bajo de Jaco Pastorius.

Publicado en el diario La Unión del 1º de diciembre de 2011.

jueves, 24 de noviembre de 2011

Scott Joplin

Se supone que Scott Joplin nació en 24 de noviembre de 1868 en Texarkana, Texas, Estados Unidos. Murió el 17 de abril de 1917 en Manhattan, Nueva York, EE.UU.


Se sienta al piano Scott Joplin y sus dedos bailan. No como Nureyev, no como Nijinsky. Bailan como un Astaire achispado; igual que Fred, parecen deslizarse, nadar sobre el sólido, o, de repente, golpetear al ritmo en contracciones y distensiones perfectamente controladas, prolijas, elegantes. Sus dedos –los de Joplin— son engranajes como flores, se mueven y se mueven, su música se mueve, plebeya, esclava, música despreciada, música negra. Pero no, qué cosa, no es precisamente Joplin el Joplin que suena; es otra persona, tal vez Joshua Rifkin, el pianista que lo devolvió a la existencia pública más de 50 años después de su muerte. Porque Scott Joplin murió en 1917 sin haber dejado ni una sola grabación propia de su música. Solamente quedaron un puñado, o un par, de cilindros para pianola que produjo cerca del final, en los que se advierte una interpretación desprolija y disrítmica. Dicen los historiadores de la música y el género –el rag— que esos cilindros traen un Joplin enfermo y con dificultades para expresarse a través de sus dedos. Dicen, también, es cierto, que, aparentemente, en sus años de juventud, salud y esplendor tampoco era una lumbrera con las teclas. La verdad es que lo que baila y se desliza como corriendo en el aire no son los dedos de Scott Joplin en el teclado sino su música en el pentagrama.
Paul Newman y Robert Redford son rubios, bonitos y sonríen. Mientras ellos hacen sus fechorías en “El golpe”, lo que suena es “The entertainer” (pi-pi-piri-pirí-pirí… mil millones de teléfonos en espera que no eligieron Para Elisa) o, si no, “Solace”, o “Pine Apple Rag”, o algún otro. Lo que suena es Joplin. Scott no es rubio ni bonito. Y mucho menos sonríe. Es negro, atribulado,  hijo de un esclavo. Como cantó Lead Belly en “Cotton fields”, en esa Texarkana natal de Scott Joplin se cosechaba algodón, y había que hacerlo antes de que las cápsulas se pudrieran y arruinaran el vello. Cuando Jilles Joplin fue liberto y cambió los campos de algodón por un trabajo en el ferrocarril fue que nació Scott, hijo de Florence. Jilles y Florence tocaban el violín, el banjo y el piano. Scott fue pianista y se fue de la casa familiar porque no quiso ser ferroviario. El no querer sería una constante en la vida de Scott Joplin; no resignarse. No quiso tocar música clásica ni blues negro, sino jazz. No quiso ser un morocho más dándole al piano en el rincón de un bar sino componer, publicar y enseñar. No quiso atar sus rags a los dos o tres minutos de la música popular sino llevarlos a las formas de la erudita. Así compuso imprevistas extensas piezas de ballet y una ópera negra. No quiso que lo trataran como a un negro en los primeros años del siglo XX en Norteamérica. Pero eso era. Nadie aceptó sus, una y otra vez, esfuerzos de ballet y ópera. Sólo sus breves piezas de jazz de tres minutos de dedos deslizándose por el teclado de un piano como si fuera una pista de patinaje sobre hielo. Ha pasado casi un siglo desde su muerte por sífilis que se pescó en un hospital y es hoy el compositor negro más exitoso en términos de interpretación y reproducción de sus obras. Gracias al “Maple leaf rag”, banda de sonido de mil películas mudas, o a “The entertainer”. Sus tres minutos. Ahí está. No es –uno puede suponer— lo que él habría querido.

Publicado en el diario La Unión del 24 de noviembre de 2011.

jueves, 17 de noviembre de 2011

Rock Hudson

Roy Harold Scherer Jr. nació el 17 de noviembre de 1925 en Winnetka, Illinois, Estados Unidos. Murió el 2 de octubre de 1985 en Beverly Hills, California, EE.UU.


Puto.
¡No! ¿Vos estás seguro? No puede ser. Seguro. ¿No viste Nuevediario? No, tengo cortes programados de energía de 8 a 11 y de 17 a 20. Pero, ¿vos decís? ¿Con esa facha? Yo no creo. ¿No viste cómo le entró a Linda Evans en Dinastía? Es un winner. ¿Cómo te lo digo? Puto, sable, trolo, comilón, bala, balinazo, desviado, maricón, caño, tragalácteo, hoyo, comechingones, homosexual, invertido, nuca mojada, maraca, mariposa, lustraboa, sodomita, culo con baulera, se come la banana, la galletita, se la come en sánguche, doblada, con mayonesa, a la plancha, carolo, soplaquena, culorroto, mano caída, guey. Pero estuvo en la guerra. En los Marines. No, en los Marines no; estuvo en la Marina, la Armada. “In the Navy”, como los Village People. “En la Armaada… muchos amigos tú tendrás… En la Armaaada…”. ¿Entendés? ¿Te das cuenta? Ya se caía para ese lado. ¿Entonces estás seguro? ¿El tipo se la comía? Se murió de peste rosa. ¿De qué? Peste rosa. Una enfermedad nueva. Les agarra a los putos. Te salen manchas rosas. Te empezás a poner todo rosa. Y después te morís. No se cura. ¿No se cura? No. ¡Upa!
Primero: a mediados de los 80 la homosexualidad no era algo tan claro. Aún hoy la gente se ríe de los putos, es el chiste más fácil de los teatros de revistas. Pero entonces ni siquiera se suponía que estuviera mal. Aun hoy son muchos los que tienen que esconder la homosexualidad, en especial en ciertos ámbitos recalcitrantes como el fútbol, la Policía, la Iglesia o la oficina. Pero entonces no sólo se ocultaba sino que se entendía que así era debido que fueran las cosas. Y no se presumía un puto salvo que se lo viera bien. Paco Jamandreu, Jorge Luz, Pedrito Rico, eran. Y casi nadie más. Poquitos y pintorescos, mascotas descolocadas de la humanidad. Pequeños granos en la piel lisa del género humano, que no jorobaban pero se disimulaban. En la escuela enseñaban que era algo antihigiénico. Y en el catecismo, que eran indignos de Dios y el Paraíso. Casi igual que ahora.
Segundo: en los 80 no se sabían tantas cosas de lo que pasaba en otra parte. Cuando Rock Hudson dijo “tengo SIDA” (con mayúsculas, en forma de sigla; sólo tiempo después la sigla se transformó en palabra), en 1985, la Argentina y, casi, el mundo, se desayunó con algo que desconocía. Una enfermedad nueva, ideal para los noticieros sensacionalistas, porque daba miedo, no tenía cura, mataba más rápido que el cáncer, pero, por suerte, atacaba a los desviados sexuales. Ya no se llamaba GRID (gay related inmune deficiency, es decir, inmunodeficiencia relacionada con los gays), como la habían nombrado en sus primeras descripciones, en 1981, pero todavía no se relacionaba totalmente el SIDA con el VIH y sí la deficiencia del sistema inmune con la intrusión de semen en el recto anal.
Rock Hudson supo que padecía alguna enfermedad a mediados de los 70, y unos años después conoció el nombre. Galanazo de Hollywood, pareja de Elizabeth Taylor en Gigante y El espejo roto, de Doris Day en Problemas de alcoba, de Lauren Bacall en Escrito en el viento, macho bigotazo de McMillan, conquistador supremo de la bomba Mamie Van Doren, veterano sexy en Dinastía, le contó al mundo que estaba enfermo de un mal nuevo, poco comprendido e incurable, y al poquito tiempo se murió. La gente acá no lo podía creer: Rock Hudson era puto.


Publicado en el diario La Unión del 17 de noviembre de 2011.

jueves, 10 de noviembre de 2011

Tangalanga

Julio Victorio de Rissio nació el 10 de noviembre de 1916 en la Ciudad de Buenos Aires.


–Por ejemplo, un sobrino mío fue a cargar dos matafuegos para el auto de él. Y resulta que no mata fuego. Apenas si lo hiere al fuego.
Ahora es fácil. Se lee perfecto. Pero entonces había que parar la oreja, metidos en un Dodge 1500 con un autoestéreo marca Ocean comprado en la calle Libertad. Ahora podés grabar una conversación telefónica, pasarla por el Soundforge y suena fenómeno. Entonces dependíamos del sonido de las líneas del plan Megatel de Entel. Ahora todos sabemos, ¿quién no conoce al doctor Tangalanga? Entonces todavía algunos le decían Tarufetti (de la calle Cochabamba 1614, segundo piso, del lado de la calle), porque había pegado mucho la llamada de la estación de servicio (–¡El coche yo se lo voy a llevar y se lo voy a hacer meter en el orto!), la de “Francisco el cagón”. Ahora se consigue en CD, hay más de 40. Entonces lo teníamos porque alguien –de los pocos dueños de dobles caseteras, o algún hacendoso que mandaba el parlante del Unisef al lado del micrófono del National Panasonic y se quedaba media hora quieto y callado— lo había copiado de otro que lo había sacado de algún lado y lo tenía, en el mejor de los casos, en un TDK T (los TDK A no eran bien vistos) y en el peor, en un “Grandes Éxitos” de Aldo Monges robado a la vieja, al que le había puesto cinta scotch en los agujeritos de atrás para que anduviera la tecla de REC. El primer casette oficial salió recién en 1989, en medio de la hiperinflación. Con lo que valía un TDK de los buenos te comprabas diez de Tangalanga. Diez iguales, eso sí, porque había uno solo.
Con todas esas contras, nos enamoramos de Tangalanga a primera oída. Por varios motivos. Para empezar, venía a cumplirnos con creces la ilusión infantil imposible (la triple i) de la cargada telefónica compartida. Al “hola, sí, ¿con el señor Gallo?... Perdón, me equivoqué de gallinero… (risas)” que tanto les mentimos a nuestros compañeros de colegio que alguna vez lo habíamos hecho, él lo estaba haciendo de verdad, a escala de personas grandes, y no nos lo contaba sino que podíamos escucharlo. Además, Tangalanga era real, era la vida. Tato Bores hablaba con un falso Videla por un teléfono con forma de Pantera Rosa, Carlos Perciavalle se hacía el interrumpido por una inexistente Isabel Perón; eran chistes para señoras gordas y comerciantes en pantuflas. En cambio apareció él hablando con Marcelo de la heladería Gelato, con Francisco el mecánico, para que nos riéramos nosotros. ¿Pero qué más nos enamoró? Posiblemente, que no fuera una estrella ni quisiera serlo. Un hombre ya grande cuando empezó con este asunto, que no quiso conseguir fama o hacer un negocio sino alegrar a un amigo enfermo. Que nunca –ni al principio ni cuando se hizo conocido—se ocupó de difundir sus grabaciones, que ni siquiera quería que le conocieran la cara. Eso. Un tipo gracioso que tiene ganas de reírse un poco y a quien le gusta que la gente se ría. Y por eso, a los casi 95, sigue de joda y el domingo a la noche festeja en vivo en La Trastienda, en San Telmo. Apúrense si quieren ir porque ya casi no hay entradas, son muchos los fanáticos del Doctor que no querrán perderse su cumpleaños y la posibilidad de reírse un rato junto a él. Porque, claro, faltaba decir esto con todas las letras: Tangalanga nos enamoró porque nos hace cagar de risa.

Publicado en el diario La Unión del 10 de noviembre de 2011.

jueves, 3 de noviembre de 2011

Helmuth Koinigg

Helmuth Koinigg nació el 6 de octubre de 1948 en Viena, Austria. Falleció el 6 de octubre de 1974 en Watkins Glen, Nueva York, Estados Unidos.


“Macho, mirá”, convocó Stewie, o como fuese que se llamara, a su compañero. Algunos dicen que se llamaba Stewie; otros, que no. Es lo de menos. Digamos que sí. Stewie, entonces, ese día era comisario de pista en el autódromo de Watkins Glen. Lo que le dijo a su compañero de tareas lo dijo en inglés con acento neoyorquino, pero fue eso: un “Macho, mirá” asombrado, fuera de órbita, como los ojos de Helmuth Koinigg que lo miraban desde dentro del casco. Los oficiales de pista, especialmente en esa época, estaban acostumbrados a escenas sobrecogedoras. Un año antes, ellos mismos se habían topado con el torso desflecado de François Cevert, durante la sesión de ensayos. Sabían, también, del final desesperado de Roger Williamson pidiendo ayuda en vano desde bajo su auto después de haber recorrido 300 metros cabeza abajo en la pista de Zandvoort. Y del destino de Lorenzo Bandini, asado dentro de su Ferrari, en Mónaco.
Y ahora, que veían morirse –o haber muerto— a Helmuth Koinigg, sentían que hasta ese momento no habían visto nada.
En aquella Fórmula Uno los pilotos se morían. Reventaban a 300 kilómetros por hora. Velocidad, tecnología y muerte apasionaban a los fanáticos alrededor del Mundo. El Flaco Traverso dice, con razón, que por más variantes que busquen para hacer la Fórmula Uno actual más atractiva, por más plata que pongan en desarrollarla, no van a conseguir nada, porque se perdió el riesgo. Es como ver al equilibrista del circo caminar por la cuerda floja a 20 centímetros del suelo. “Vos te subís a un auto de éstos, te querés matar a propósito y no podés”, describe Traverso. Hace 17 años, desde el accidente de Ayrton Senna, que no muere un piloto de Fórmula Uno. En la época de Koinigg fallecía por lo menos uno por año. El 6 de octubre de 1974 le tocó a él. Culpa de unos neumáticos inseguros que nunca más volvieron a usarse y de restos de otro auto accidentado antes, que ensuciaban el pavimento. O fallaron los frenos. O le dio un paro cardíaco. No quedó claro. El Surtees de Koinigg siguió derecho donde había que doblar y se llevó puestos dos alambrados de contención. El tramo alto del doble guardarrail resistió el impacto, el bajo no y el auto indomable del joven austríaco lo atravesó casi entero hasta que quedó clavado allí por sus ruedas traseras.
Helmuth tenía 25 años. Había querido ser filósofo pero dejó los estudios superiores para probarse en el esquí deportivo. A los 20 cambió por las carreras de autos. Le fue bien, manejaba rápido. Dos semanas antes del choque corrió su primera carrera de Fórmula Uno, en Canadá. Ahora, allá estaba. Un poco, tirado y arrepollado entre los fierros de su Surtees abollado del otro lado del guardarrail.  Otro poco, a unos dos metros, de este lado, donde había quedado su casco después de encontrarse con la parte alta de la baranda de contención, la que no cedió. Al lado de este otro poco, Stewie llamaba a su compañero –“macho…”— mientras cruzaba la vista con la de la cabeza de Helmuth Koinigg que, desde dentro del casco, lo miraba.
Allá, casi Koinigg en su auto. Acá, la mirada de Koinigg en el casco. Un comisario de pista de los 70 muy cada tanto podía encontrarse con cosas como esta. Después de un rato –dos o tres vueltas—, Stewie y el otro reunieron y taparon a todo Koinigg con una lona para que no distrajera. La carrera siguió y ganó Lole Reutemann. La Fórmula Uno apasionaba.

Publicado en el diario La Unión del 3 de noviembre de 2011.

jueves, 27 de octubre de 2011

Lula

Luiz Inácio Lula da Silva nació en Caetés, Pernambuco, Brasil, el 27 de octubre de 1945.


Católico practicante no soy. Ni no practicante, no jodamos. Pero la historia es buena. El padre, el hijo, el espíritu santo. La famosa Santísima Trinidad. Que, anunciada por los profetas hebraicos en tiempos inmemoriales de miles de años antes del cero, aterrizó en Latinoamérica dos milenios después; la escritura, los capítulos, los versículos y los libros se hicieron hombres de una trilogía –no digamos “trinidad”, en este caso, para que no se enojen los curas y los creyentes, total para nosotros es lo mismo— cimarrona, que se escapó de los amos del Universo y se les embraveció. Tres y uno, tres que cada uno es él mismo y los otros dos, y no lo es, a la vez, como dice la Biblia. El padre Hugo, temido de los dioses marmóreos que insisten con ese asunto del Olimpo. El hijo Néstor, que al tercer día resucitó de entre los muertos y se hizo evangelio mientras la Gorda amenazaba en vano con el apocalipsis. Y Lula, el espíritu santo, omnipresente y omnisciente, espíritu obrero que santifica, el halo que destella en los retratos de familia.
No hay forma de explicar con contundencia indiscutible esas cosas que pasan en otra parte. Brasil es el paraíso de los digitados discursos opositores argentinos porque queda lejos, no está acá. Hace unos cinco años, en tiempos de campaña para la reelección, justo yo andaba por allá. Lula gobernaba desde 2003. Mariano, el dueño del hotel, un pibe de 26 años que había heredado todo lo que era y tenía, sufría por el futuro del país, culpa de su presidente. “Puede perder. La gente está cansada. Este hombre le está haciendo mucho daño a Brasil”, juzgaba Mariano en español, gracias a Dios, y no en ese amague de idioma comprensible que es el portugués. “Ha acostumbrado a la gente a no trabajar”, decía entre trago y trago de un vaso largo que no había llenado él ni tampoco lo había llevado a la mesa. Se quejaba de que ya no conseguía mozos idóneos para su restorán ni mucamas ni ayudantes de cocina. Botones, por supuesto, no le hacían falta. “Vienen durante el verano, aprenden el oficio. Pero cuando termina la temporada de buenas propinas, se van. No les interesa conservar el empleo. Les da lo mismo hacer cualquier otra cosa”, lamentaba, indignado. Era septiembre. En octubre, Lula sacó el 60 % de los votos y barrió con el presunto opusdeista Gerardo Alckmin. La trinidad latina fue más que la vaticana. Los buenos les ganaron a los malos. Mariano, igual, se iba a Australia, a surfear. Así es la cosa. Cada uno decide de quién está a favor.
Pero sepa, cada quien, que sea como sea, Lula está en todas partes. En los obreros que hoy, acá y allá, pueden más que en 2003. En los dirigentes que no se resignan a hacer mantenimiento de caminos, que aspiran a utopías y gestionan realidades. En los que no se cansan por perder elecciones, empleos, sus padres, su infancia, una esposa, un hijo. En los que eligen pelear junto a los compañeros y no llevarlos de la correa. En los que se embarran el nombre militando. En los que lo conocen por la tele y creen que es bueno porque los malos que le cuentan se lo han dicho. En los discursos infames de Alfonsín y el Cabezón asesino. En todas partes. Así es el espíritu santo.

Publicado en el diario La Unión del 27 de octubre de 2011.

jueves, 20 de octubre de 2011

Bela Lugosi

Béla Ferenc Dezső Blaskó nació el 20 de octubre de 1882 en Lugoj (hoy, Lugos), Transilvania, entonces parte del Imperio Austrohúngaro, hoy Rumania. Murió el 16 de agosto de 1956 en Los Ángeles, California, Estados Unidos.


Vamos a evitar la bastardilla porque la cita es larga. Se trata de una entrevista a Bela Lugosi, a la antigua, en la que el entrevistador es lo de menos, y que no publicó el Reader’s Digest. Esto dice.
No es cosa de todos los días encontrarse con Drácula muerto, sentado en su sillón. Ahí estaba el Conde, seco como casco de avellana, sin cruces ni estacas, ajos o espejos que justificaran su deceso. En su capa, la cara blanca, el pelo negro profundo, los brazos magullados y el corazón quieto. Iba a ser mi segundo día de entrevista y terminó siendo el final del reportaje. “Venga, hablaremos”, me había dicho al fin Bela Lugosi cuando logré importunarlo lo suficiente. Creo que dijo eso, en realidad no se le entiende nada cuando habla con ese acento imposible de cosaco. Quiero decir: no se le entendía; ahora ya, como en tantas de sus películas, no habla. Su esposa, Hope, es una mujer joven, no muy bonita. Dicen que lo acosó con cartas, llamadas y mensajes incluso mientras se encontraba internado tratando de rehabilitarse de su adicción a los calmantes. Pero qué quieren, si el hombre era un viejo feo, medio loco y que pasó la mitad de su vida disfrazado de monstruo o espectro. “Bela no está bien. Tiene muchos dolores. Pero inténtelo. Él no tiene muchas personas con quien conversar. Usted sabe…”, me dijo. Y, sí, yo sabía: no se le entiende nada. La casa de los Lugosi es oscura. Me pregunto si será realmente así o él la ambientó para la ocasión. “Mire esto”, me invitó Bela mientras agitaba unos papeles en su mano. Yo no miré, escuché. Me esforzaba. 35 años en América, pensé, y no pudo aprender la lengua, ¿qué clase de actor es este tipo? Él siguió hablándome: “Vea: se llama ‘El zombie va al Oeste’. Mi próximo filme… Este chico, Ed Wood, es un buen chico. Pero un estúpido, un inútil. Yo le debo mucho, ¿puede creerlo?, a semejante imbécil”. Cambió de tema. Todo el tiempo lo hacía. “No entiendo qué quiere la gente. Míreme. Soy el Conde Drácula. Soy Bela Lugosi. Pero parece que ya a nadie le importa. Karloff es un farsante. Yo no quise interpretar a Frankenstein. Si a él le pareció interesante hacerse famoso con dos tornillos en el cuello, allá su vida. Un tipo amable, fuimos buenos amigos. Hace tiempo que no lo veo. Pero actuar con él es insoportable. Karloff siempre supo hacer negocios con los estudios. Yo soy actor”. Lugosi se levantó, sacó un frasco del cajón de un chifonier, pareció advertir que se había olvidado de mí, y volvió a guardarlo. “La ciática. Nadie puede entender lo que son 20 años de dolor profundo. Es inhumano”, se quejó. “Ninotchka fue una gran película –se distrajo, como iluminado—. Greta es hermosa. Me engañaron, como siempre. Semanas en el plató, trabajando. Qué escenas. Brillé. Después las cortaron y yo casi no aparezco. En los créditos sí. El nombre de Bela Lugosi, eso es lo que quieren. No entiendo a la gente. Creen que soy el Conde Drácula. Y no. Yo soy actor. Un gran actor”. Volvió a levantarse, volvió al cajón (al del chifonier), llamó a su esposa. “¿Por qué no dejamos, por ahora, y continuamos mañana, o en unos días?”, me invitó con cortesía.
Cuando volví a ir, el Conde estaba muerto, en su sillón, con su capa. Su ex mujer Lilian y su hijo Bela quisieron que lo enterraran con ella. Bela Lugosi descansa en paz, disfrazado de Drácula, en el cementerio de Culver, en California. Así de pronto terminó mi reportaje.

Publicado en el diario La Unión del 20 de octubre de 2011.

jueves, 13 de octubre de 2011

Neil Aspinall

Neil Stanley Aspinall nació en Prestatyn, Gales, el 13 de octubre de 1942. Murió en Nueva York, Estados Unidos, el 24 de marzo de 2008.


Será porque siempre queremos más, por la angurria que da el placer y que hace que cuanto más disfrutamos más sea insuficiente. Será por eso que hace medio siglo que la humanidad está buscando o queriendo ponerse de acuerdo acerca de alguien que sea “el quinto beatle”. Es así, es el placer, me das cada día más y cuando no, eh, ¿qué pasa? Cuántos jugadores de fútbol fueron “el Pelé blanco”, porque con el Pelé negro no alcanzaba. Los Beatles son –eran (son)— cuatro. Pero, ah, si fueran cinco, mirá si fuera que hubieran sido cinco. ¿Quién será el quinto beatle? Neil Aspinall podría serlo. Quizá no tanto como George Martin, el productor inmenso, el que los “descubrió” para la EMI, grabó sus discos, arregló canciones, tocó en varias de ellas. O como Brian Epstein, el manager enamorado, el groupie de John que los hizo famosos a destajo. Podría serlo, Neil Aspinall, tal vez a la par de Pete Best, el baterista fundacional que por perro se quedó afuera de la historia –escucharlo tocar Love Me Do en el Anthology I basta para entender por qué lo rajaron— , o de Stuart Sutcliffe, muy quinto beatle en su momento, cuando era el bajista de la banda que entonces era un quinteto, tipo bien trazado, el primero que echó flequillo y se cortó el pelo con la taza, cuyo gran defecto era que no sabía tocar el bajo. ¿O por qué no del gran Billy Preston, el organista negro que se sumó como un músico más del grupo –aunque no como un integrante más—a la grabación del disco póstumo? O Mal Evans, Jimmy Nicol, Derek Taylor, el que sepa quiénes son, bien, y el que no, no importa, o averigüe; cual más, cual menos, todos enrolados en el quintobeatlismo. Y Yoko, claro, evidente quinto beatle en muchas escenas de la película Let it be. Podría ser, Neil Aspinall, el quinto beatle. De entrada, de hecho, fue el cuarto, compañero de Paul y George en el Liverpool Institute y de John también en el grupo que a la par del guitarreo –ciencia infusa para los otros tres, misteriosa para Neil— transcurría la vida entre trapisondas de Jackass y humo de canutos. Podría decirse que era el primero (de derecha a izquierda; estamos en Inglaterra) en la camioneta que recorría el país, nunca muy lejos de Liverpool, las 24 horas del día, los siete días de la semana, él en el asiento del conductor, John o Paul en el de acompañante y los otros tres atrás, entre los amplificadores. El primero, o el quinto, cuando murió Brian Epstein y él pasó de chofer a director de Apple Corps, la compañía de negocios creada por los Beatles (porque, sépanlo, Steve Jobs no invento nada). El último, o el primero, cuando en un recoveco de The Cavern le hizo un hijo a la mamá de Pete Best. ¿Será, nomás, Neil Aspinall, el quinto beatle? En algo aventaja a Martin, Epstein, Taylor, Yoko y todos: él estuvo siempre, del  primer al último día, desde aquellas andanzas de secundario hasta la producción de Anthology en los 90. ¿Será, entonces, él? ¿Quién será el quinto beatle, me pregunto, definitiva aunque no exclusivamente? Porque el cuarto es Ringo, sin dudas. Igual que George Harrison, el tercero. Pero el segundo tampoco está tan claro. McCartney no tendría problemas en afirmar que es Lennon. Y Lennon está muerto.

Publicado en el diario La Unión del 13 de octubre de 2011.

jueves, 6 de octubre de 2011

Roland Garros

Roland Garros nació en Saint-Denis, capital de la isla de Reunión, territorio francés en el Océano Índico, el 6 de octubre de 1888. Murió en Ardenas, Francia, el 5 de octubre de 1918.


Cómo las personas se transforman en nombre y esos nombres se quedan después sin el individuo que les dio existencia, ¿no? Venís por Camino Negro, cruzás Puente La Noria y agarrás General Paz. Primero está Roca, para ir al Autodromo (mi tío Cacho decía así, lo acentuaba grave al Gálvez, y él vivió casi toda su vida en Lugano, así que debía saber); después, Cruz, que te lleva al Jumbo. Un coronel y un general. Molina Arrotea fue cura, poeta y congresista en Tucumán antes de desembocar en Juan XXIII. Grigera, hábil chacarero primero, malhadado político luego y finalmente plaza. Porque Grigera, harto sabido es esto, no es nombre de persona ni personaje, sino de plaza. Igual que Roca, Cruz y Molina Arrotea son nombres de calles y no de coronel, general o cura. Nombres que se apropiaron de sí mismos.
Así le pasó a Roland Garros que, como todos conocemos, es un campeonato de tenis. ¿Qué habría pensado el aviador de la Primera Guerra, pionero del cruce sobre el Mar Mediterráneo, si alguien le hubiera predicho: “Serás torneo de Grand Slam. Sobre polvo de ladrillo”? Seguramente, que no; que su destino no era de estadio y trofeo sino de héroe de batallas. Que para eso había transformado su carrera de piloto experimental en militar, había pensado antes que nadie en blindar la hélice de su nave para poder disparar su ametralladora de frente sin riesgo de derribarse a sí mismo, había muerto en combate un día antes de cumplir 30 años. Pero el destino, viejo, es el destino. Garros le daba a la pelotita amarilla –que entonces no era amarilla sino blanca— de vez en cuando, como hobby. Eso y el décimo aniversario de su muerte fueron argumento bastante para bautizar el estadio donde, desde 1928, se jugaría y se juega el Abierto de Tenis de Francia. Roland Garros así perdió su ser de casquete y antiparras. Y su imagen la prestó para siempre. Su rostro fue el de Henri Cochet, campeonísimo francés, el primero que levantó la copa en el estadio. Y el de los australianos liderados por Rod Laver. De Björn Borg inexpresivo e invencible. De Rafa Nadal apabullante. De las chicas: Helen Wills en un prinicipo, Margaret Smith durante años, Chris Evert, Steffi Graf, Monica Seles, Justine Henin, todas campeonas una y otra y otra vez. De dos argentinos, dentro de todo, Guillermo Vilas, el que por más diferencia ganó la final, y Gastón Gaudio, el único profesional que la ganó habiendo perdido un set 6 a 0. Roland Garros fue todos ellos y nunca volvió a ser él. Quien es muchos no es nadie. Roland Garros no es nadie. Hay, sí, un piloto que cruzó el Mediterráneo de Francia a Túnez en su Morane-Saulnier, fue aviador de carreras y luego de guerra, bajó dos alemanes en 1915 antes de caer prisionero, tardó tres años en escapar, derribó otros dos en 1918 y crepó baleado por el fuego enemigo sólo un mes antes del final de la primera gran guerra, redondeando un score de 4 a 1 que, de todos modos, no pudo celebrar en forma. Pero ése no es el Roland Garros que conocemos. Poné “Roland Garros” en el buscador de imágenes de Google y vas a ver. De hecho, no sabríamos nada de él si no fuera por su homónimo, una popular cancha de polvo de ladrillo con Salata en la tribuna. Un evento, una situación que se repite año tras año, un peloteo, un cambio de lado, quizás un tie-break, una copa y un discurso, nadie.

Publicado en el diario La Unión del 6 de octubre de 2011.

jueves, 29 de septiembre de 2011

Alicia Bruzzo

Alicia Liliana Estela Bruzzo nació el 29 de septiembre de 1945 y murió el 13 de febrero de 2007, en la Ciudad de Buenos Aires.


Fue como la Drop Dead Diva. Drop Dead Diva es una serie que dan por el canal Sony. Cambió todo. Cuando yo era chico veíamos series que tenían títulos en español –El Superagente 86, por ejemplo—, los actores hablaban en castellano neutro, hacían chistes para que nos divirtiéramos y los canales tenían número. Ahora vemos sitcoms que se llaman en inglés –como Drop Dead Diva—, con actores subtitulados, humor para que nos sintamos piolas y modernos y los canales tienen nombre de empresa. La Drop Dead Diva es una mujer hermosa que muere y resucita pero pierde su cuerpo y sólo consigue el de una gorda. No se puede decir gorda, ¿no? Estamos creídos de que sólo las palabras definen las cosas. No se puede decir discapacitado, paralítico. Loco sí, pero únicamente en sentido figurado. Alicia Bruzzo fue como la Drop Dead Diva. También como La Bella Durmiente, sólo que la bruja en lugar de una manzana aditivada le dio unos caramelos de propóleos, o un jarabe, algo así. Como la Cenicienta al revés: la princesa que se transformó en fatigadora. Y nunca le dieron las doce de la noche. Alicia Bruzzo, la Delmónico. Yo recién iba al Secundario. Los lunes a la noche, El Rafa. Alberto de Mendoza, Ricardo Lavié, Perla Santalla, Carlín –el Cholo— que mascaba chicle y todavía no fumaba tanto, Pablito Codevilla pecoso y zonzo, Chirilo, que era Rudy Chernicof. Y ella, Susana Delmónico, vampiresa veterana que jugaba al yoyó con Cholo y Rafa y a nosotros nos hacía polucionar de amor, como dice la canción de los Arqueros Sin Manos.
Pasó la novela, me fui de vacaciones, no la vi más. Amores de estudiante flores de un día son. Fue como una noviecita más de secundario, esas niñas que nos prenden fuego la vida y se mueren cuando el micro enfila para Bariloche. No hay que casarse con la piba que uno conoció en jumper cuando estaba en tercer año. Algunos lo hacen y se pierden para siempre la más dulce nostalgia, le dicen “Graciela” y la ven adulta y atribulada en lugar de recordarla coloradita y mentirosa como estaba esa tarde. Se equivocan. Yo… en realidad sí volví a verla, más de una vez. Pasaron unos años. La primera, decidí que no era ella esa señora lúgubre que Shocklender metía en el baúl del auto. Pasaron una parva de años más. La segunda vez me di cuenta de que sí era. Ya se había cruzado con la bruja madrina que la embaucó con el caramelito de propóleos. Estaba gorda e igual de viuda que en El Rafa. Brandoni vendía verduras, cantaba tangos con Arenas Alberto y entre una y otra cosa se enamoraba de ella. Y cómo no entenderlo si era tremenda mina, la gorda. La Drop Dead Diva es yanqui y lavada; era un bomboncito tonto y el destino la metió en el estereotipado combo de carnes e intelecto. La Bruzzo era argentina, fuerte y pulsuda. El hechizo tenía que ser más consistente, y así fue que le cayeron 140 kilos, desórdenes glandulares, cáncer de mama, una complicación en el implante de un cinturón gástrico que quiso abrocharse para adelgazar, una hernia de hiato, el estómago incrustado en el tórax y un definitivo cáncer de pulmón que la tendió redonda y concluida. La artera bruja le entró por todos lados, advirtió que el enemigo era flor de hembra y no dejó cabos sueltos salvo uno, inevitable: Alicia se murió, sí, pero yo me sigo acordando del colegio. Y me la acuerdo.


Publicado en el diario La Unión del 29 de septiembre de 2011.

jueves, 22 de septiembre de 2011

Ronaldo

Ronaldo Luis Nazário de Lima nació el 22 de septiembre de 1976 en Río de Janeiro, Brasil.


Tony era un crack. Todos queríamos jugar con él, tenerlo en nuestro equipo. Gordo parlanchín, trapisondero, vago, embaucador, radical, toquete y bocina, todo eso era Tony. Pero cómo jugaba a la pelota. Se paraba de nueve, de espaldas al arco, y en un instante ya había girado y dejaba de garpe a los zagueros, o definido directamente sin siquiera darse vuelta. Y no sabías, no te explicabas cómo. Porque Tony era gordo. Calzaba 120 kilos en un metro setenta y monedas. Pero ese físico de mil achuras –Tony capataceaba un frigorífico, casualmente—se volvía mágico cuando empezaba a girar la redonda por el verde césped y el mundo, a dividirse entre quienes son capaces de gambetear a la primera marca y los que no.
El dios de los cristianos que, como todo el mundo sabe, es caprichoso y discrecional, tiene una oficinita donde despacha dones para los gordos, en la que el de jugar bien al fútbol es –como en todos los repartos divinos de gracias— el más preciado. Una especie de visa waiver del sobrepeso. Van pasando los obesos y el barbudo decide, porque sí: “Vos no… vos no… vos, al seminario… vos, al show de Cormillot… vos, a estudiar cocina al IAG… vos, al arco…”. Hasta que de golpe: “A ver, vos, hacé jueguito… tres, cuatro, cinco… Levantala de bicicleta, a ver, pegale de rabona… Bien, bien… Andá, tomá la 9. A la cancha”. Ronaldo salió de la oficina de Dios con la de cuero bajo el brazo. No. Abajo del brazo no. La llevaba en el aire de zurda, diestra, zurda, diestra. Descalzo. De pibe, en Bento Ribeiro, no había plata para botines. Y cuando bajó a la tierra, a jugar primero en el Valqueire de Río de Janeiro, ¿se acuerdan de esa propaganda de Topper que Pascualito Rambert hacía un escombro tremendo porque le había metido un gol de penal --¡de penal!-- a Dios? Bueno, a esa altura Ronaldo ya les había embocado entre 100 y 200 –los evangelios difieren— al jefe y todo el santoral del almanaque.
Convirtió 15 goles en Mundiales –ganó dos—, más que cualquier otro jugador. Metió más de 400 en partidos oficiales, todos comprobados, no como los descabellados 1.000 de Pelé, que el único que se los cree es el propio Negro igual que Johnny Weissmuller se murió convencido de que era Tarzán. Hizo goles para el Barcelona y el Real Madrid en España, para el Inter y el Milan en Italia. Y, nunca mejor dicho, fue bueno mientras duró. Dios le dio piernas de crack pero busarda de obeso. Y las unas no se bastan para sostener a la otra, al menos no por mucho tiempo. A los 19 tuvo su primera lesión de rodilla, a los 23 la segunda, y la última a los 31. Cien kilos son demasiados para 1,83 metro de crack, y todavía más cuando son más de cien. A los 34 lloró, anunció “perdí contra mi cuerpo”, y no jugó más.
Al final no era visa waiver lo que daban en la oficinita sino visa de turista. “Volverás a ser sólo un gordo”, dijo el profeta. Ronaldo devolvió el don y la pelota, feligrés obediente. Se la sacó de encima para siempre. El Divino la vio caer como un puntito en su cielo. Le preguntó: “¿Por qué la tirás lejos?” “No, papi –le respondió Ronaldo, repentinamente aporteñado—, ahí la tenés de vuelta, al lado tuyo. Es que la dejé así de chiquitita”. Se sacó los botines. Se alejó en patas.

Publicado en el diario La Unión del 22 de septiembre de 2011.

jueves, 15 de septiembre de 2011

Fernando de la Rúa


Fernando de la Rúa nació en Córdoba, el 15 de septiembre de 1937.


Una de las anécdotas que se saben y valen la pena de aquel diciembre es que mientras la Plaza de Mayo se hacía epicentro de batalla, agentes y parapoliciales mataban con gusto en el Obelisco, aluviones puebleros magnetizaban las calles hacia el Centro, bandidos con carnet de piloto hacían cuentas y el País se caía a cascotazos, al Presidente se le hizo la hora de la siesta, se puso el gorro de punta con pompón (o no, seguro que no, este detalle es un agregado malintencionado al cuento, pero sirve para completar el perfil del personaje, en la que todo lo demás habría hecho juego con el clásico bonete de dormir de los dibujos animados) y pidió que lo despertaran un par de horas más tarde.
¿Impotencia, indolencia, incapacidad o idiotez? Era idiotez. Y esa idiotez que englobó todo lo demás era lo peor que nos estaba pasando. Cuando la furia, las urgencias y las necesidades críticas empezaron a aplacarse, lo que quedó del drama fue esa comprobación inquietante: los argentinos bien podemos votar a un tardo para presidente –no sólo nosotros; las naciones más poderosas de la Tierra han dado prueba de que nadie está exento—, en tanto se generen las condiciones, por lo general bastante llanas y asequibles.
Ya me parece estar oyéndote. “Tan estúpido no debe ser, Vallejos, si nos engañó a todos y llegó a presidente”. Esto es una obviedad y asumo el riesgo de serrucharle el piso a Enrique Pinti, porque tengo que decirlo: los argentinos sobrevaluamos la viveza, muchas veces, como si fuese la única de las virtudes, la madre de todo logro. Y, por transferencia, asumimos que no hay éxito posible para una empresa si no es en mérito a la viveza. La frase empieza con “no es ningún boludo, mirá…” y se completa con “… la guita que tiene”, “… la mina que se curte”, “… lo poco que labura” o algún mantra semejante. Pero la relación causa/efecto no siempre –casi nunca—es tan rigurosa. Y se puede llegar hasta a ser presidente basándose en otras cualidades mucha más determinantes en el emprendimiento, como la determinación por lograrlo, la falta de escrúpulos y la inocuidad frente al verdadero poder. La impresión que da la historia es que De la Rúa quiso ser presidente, como un niño –niño lelo—, por la banda, los actos oficiales y “la investidura”, sin saber para qué. Y todo lo que era capaz de hacer terminó de hacerlo el día que ganó las elecciones. Contra su conveniencia, el mundo siguió andando. Y se le complicó. Cada decisión presidencial en sus dos años de historieta sonó como una orden: “Que todo siga como está”. Pero la eternidad no le hacía caso, después de cada domingo venía un lunes. Entonces tuvo que salir a la cancha. Y no sabía, jamás le había interesado saber, ni cómo se inflaba la pelota. Recitó tangos igual que un enajenado, se perdió en el estudio de Tinelli, puñeteó la mesa de Mariano Grondona, les dijo Laura a Paula y “buenas noticias” al anuncio de un endeudamiento infame. Y se fue sin entender por qué, qué había fallado, pero no por empecinado, terco, ignaro o ciego, sino por simple. Por no poder hacer dos por tres sin usar los dedos. Por creer, de verdad, que la causa de su afrenta fue haberse mudado a Olivos justo un año en el que las merluzas dejaron de poner huevos.

Publicado en el diario La Unión del 15 de septiembre de 2011.

jueves, 8 de septiembre de 2011

Peter Sellers

Richard Henry Sellers nació el 8 de septiembre de 1925 en Southsea, condado de Hampshire, en el Reino Unido de Gran Bretaña. Murió el 24 de julio de 1980, en Londres, capital del Reino Unido.


La película se llama “El hombre que nunca existió”. Es una de guerra y espionaje, basada en hechos reales de la Segunda Guerra Mundial. Está buena. Más que nada, es una película vieja. Tiene 55 años. Y hemos visto ya mil veces la Gran Guerra en la pantalla grande trasladada a la pantalla chica de Cinemax. Los alemanes inhumanos y que se equivocan, los japoneses orgullosos e ingenuos, los angloparlantes superiores, los franceses e italianos de reparto. Incluso en películas como ésta, la historia real es cuidadosamente elegida para que responda a aquellos requisitos. Así es “El hombre que nunca existió”. No importa. Ahí está Peter Sellers por primera vez en un filme decente. No era un nene, andaba ya cerca de los 30. Y teniendo en cuenta que se murió a los 54, hay que decir que sorprende el poco tiempo durante el cual Peter Sellers fue Peter Sellers: menos de 25 años; menos de 18, contando desde el verdadero gran comienzo, las andanzas iniciales del inspector Jacques Clouseau en la primera Pantera Rosa. Un evento tan efímero como Videomatch, por ejemplo, ya es más largo que Peter Sellers. En “El hombre que nunca existió” Sellers es una voz, la de Winston Churchill. No aparece en pantalla y, sólo al final de la noria, sí en los créditos. No existe. Es el hombre que no existe en la película del hombre que no existe. Una metáfora un tanto pueril, pero adecuada. Dicen que así era Sellers: un personaje y luego otro, y otro, y nadie detrás de ellos. El actor absoluto. Sin una personalidad que viviera cuando los reflectores se apagaban. Uno no puede saber nada del todo con esta gente lejana que no aparecía en los programas de Rial o Susana Roccasalvo (Lucho Avilés y la Tía Valentina, habría que decir) como para que se supiera alguna cosa de ellos. Pero es probable que fuera como dicen. De qué otro modo alguien puede ser tan francés como el dicho Clouseau en la saga del diamante, tan indiscutiblemente indio como el apacible Hrundi V. Bakhsi de “La fiesta inolvidable” (si alguno vio esta película hace algunas décadas y se reencontró con ella en la tele últimamente, puede quedarse tranquilo, que el título original es, nomás, “La fiesta”), tan científico, tan loco y tan lo que sea que fuera que hubiera que ser en “Doctor Insólito” (ahora le dicen “Dr. Strangelove” los eruditos de superficie como Axel Kuschevatzy) –una lección de la que aprendió Mike Myers para Austin Powers pero no Eddie Murphy para sus barrabasadas—, tan propiamente inglés como el millonario que adopta a Ringo Starr en El Cristiano Mágico.
Por lo visto, Peter Sellers sabía que él no existía. Filmaba su vida privada, lo que hacía en su casa, sus salidas, reuniones familiares, paseos, discusiones. Llevó adelante un docudrama perpetuo en el que él actuaba de malvado, depresivo, simpático, manipulador, drogadicto, callado, alucinado, mandón, cordial o desubicado. Peter Sellers en los varios roles de Peter Sellers, mostrándoles a todos, igual que Chance Gardener en “Desde el jardín”, su nada y que a los demás les pareciera todo.
Volvamos al comienzo, a la película “El hombre que no existía”. Es una señal. Allí el que no existía era otro. Pero, a la vista del después, hay que suponer que en realidad era él, sólo que prefirió no serlo.

Publicado en el diario La Unión del 8 de septiembre de 2011.

jueves, 1 de septiembre de 2011

Barry Gibb

Barry Alan Crompton Gibb nació el 1° de septiembre de 1946 en Douglas, Isla de Man, territorio autónomo integrante del Reino Unido de Gran Bretaña e Irlanda del Norte.


¿Te acordás? “¡Aguas frescas! ¡Aguas frescas!”, voceaba el Chavo del Ocho, vendedor ambulante ilegal instalado en la inhabitual puerta de la vecindad. “¡Ya cállate, cállate, cállate que me desesperas”, lo increpaba de tanto en tanto Quico, exasperado exasperante, cachetón de derecha. Ñoño era, ante todo, vigilante: “¡Mírelo, eh! ¡Mírelo, eh!”, alertaba. Al que no tenga buena memoria lo ayudará el reciclaje perpetuo que hace la tele de sus productos más rentables. Imposible no recordarlos: tipos grandes, cuarentón ya alguno, hablando en falsete, condenados por el éxito a dejar su propio tono de lado y poner la voz delgadita episodio tras episodio, cada día y al siguiente, cada vez que se encendieran las nuevas luces del viejo varieté.
A ellos les pasó por causa de un argumento que los ponía en el rol de niños. Para Barry Gibb, en cambio, fue una casualidad buscada, un intento por hacer algo nuevo con su música, que de tan rotundo se volvió insoslayable y lo dejó plantado hasta el fin de sus días sobre una línea que separa la virtud del ridículo, con un pie de cada lado. Para mediados de la década del 70 estaba claro que los Bee Gees eran una banda que no le hacía asco a explorar caminos que se bifurcan. Australia, Inglaterra, influencias folk y barrocas, discos experimentales, psicodelia… Era la era de los discos, y todo eso estaba en sus long plays, por más que el mercado dispone y el top hit siempre era una balada. Llegó el disco “Children of the world”, con Barry mandando en la tapa, con su peinado de Puma Rodríguez al spray, con su barba de Manolo Galván angloparlante. Y al final de la primera canción, “Nights on Broadway”, pintó la voz finita del barbeta, tímidamente en los estribillos, y más lanzada sólo en el fade out, pero marcando el camino para hacer estallar el Mundo. Y el Mundo estalló. En la pantalla grande, John Travolta se acomodaba el paquete en los calzones, rezongaba en la pinturería, daba vergüenza ajena coqueteando a la rubia danzarina, y a la noche cepillaba la pista con los mocasines de taco alto, el ambo blanco y la cara de daguerrotipo. Y por los parlantes, ese tipo que nos había hecho chapar de lo lindo con el “you don’t know what is like… beeeibe… you don’t now what is like to love somebody…”, ahora percutía “ah, ah, ah, ah, stayin’ alive, stayin’ alive”, chillando como Ernesto Acher en “La gallinita dijo eureka”. E, inexplicablemente, la rompía.
Roberto Gómez Bolaños tenía 63 años cuando le llegó la hora del basta, tengo 63, no puedo seguir diciendo “es que no me tienes paciencia” como si fuera un nene. Barry Gibb hoy cumple 65. Nunca dijo basta. Anunció que lo haría –tal vez de verdad intentó hacerlo— cuando murió su hermano Maurice, uno de los mellizos, sus laderos con voz de hombre. Pero siguió. Ojo: es un músico de la gran siete, no un guitarrero caradura que payasea. No es Gianfranco Pagliaro, aunque parezca. Sólo que la vida lo hizo pararse con un pie sobre el ridículo, le puso pantalones ajustados, un peinado con buen volumen y poco movimiento, y así lo mandó a escena. Y él, Peter Fonda exitoso, sigue su destino, ése que encontró al final de “Nights on Broadway”, cuando la música se va perdiendo despacito y a lo lejos, entre coros y disco music, se escucha un “¡eeeeehhhh!” finito, como si a algún chiveta le hubieran pisado el callo.

Publicado en el diario La Unión del 1º de septiembre de 2011.

jueves, 25 de agosto de 2011

Gene Simmons

Chaim Witz, luego Eugene Klein, finalmente Gene Simmons, nació en Haifa, Israel, el 25 de agosto de 1949.


¿Querés saber quién soy? Pues no, no sabés. Jodete.
La estrategia de ocultar el rostro siempre dio rédito, por diversos que fueran los motivos. Batman, el Subcomandante Marcos, La Masa, el Enmascarado de Meteoro, el hincha que entró a pegarle a Chiche Arano, Piñón Fijo, Norma Morandini…  Y Kiss. Los Kiss y su padre: Gene Simmons. El Demonio.
Shandi anda por los pasillos que llevan al escenario, mientras los Kiss se preparan en un camarín minúsculo, prueba de su espíritu amateur, por más que después, se verá, cantarán en un escenario grande como Canadá. Se esconde en un recoveco; sus ídolos van a salir a escena y ella no debe ser vista. Ahí pasan. Peter y Ace, borrachos y en una nube de pedos, como siempre. Paul es una estrella, como su máscara: va tocando la guitarra desenchufada y canta, casualmente, “Shandi, esta noche debe durarnos para siempre…”. Pero ella no se siente concernida. En medio va Gene. Él sí da miedo. Es el verdadero misterio entre los misterios. Su rictus siempre de enojo, la capa que se despliega en alas de vampiro, el bajo en forma de hacha que suele tocar en posición casi vertical, como presto a blandirlo en lugar de hacerlo sonar, las botas recargadas de las que salen colmillos que se comen el suelo al andar, las plataformas que destrozan pollitos sobre el tablado para que los fans deliren, la lengua que se operó para poder hacerla flamear como una anguila y que llegue a todas partes  –esas cosas cuentan, y tiene que ser cierto—, la voz rasposa y fílmica que parece sonar a advertencia: “No te separes del resto porque si te encuentro sola no llegás al final de la película”, las uñas negras, el rodete prohibido (estamos a principios de los 80. Podemos aceptar  que un tipo ande por la vida disfrazado de gobelino y con la cara pintada, pero jamás que se peine con un rodete de señora). De los dos dueños de Kiss, Paul Stanley es glamoroso, Gene Simmons es peligroso. De los dos, Gene Simmons es Kiss. Él le puso las máscaras, le dio su apellido (el segundo de los tres que tuvo, el Klein de su madre húngara, Kis en la lengua materna) y convenció a quien hubiera que hacerlo de que ellos conquistarían el mundo. Él postergó su vocación de actor porque nadie debía conocer su cara. Él es el rebelde abstemio, el amante de cuatro mil mujeres de las que sólo conserva una Polaroid, el negociante capaz de venderse a sí mismo si después puede pasar a buscar la plata. Él, en 1983, poquito después de aquella aventura de Shandi, les dijo a los muchachos “ya está. Saquémonos las caretas”. Y, vaya sorpresa, bajo la facha del Demonio había otra igual de fulera, más normalita. Con ésta, hace 28 años que don Simmons la sigue careteando.
Es inevitable, tarde o temprano las máscaras caen. Hoy sabemos que Batman es Bruno Díaz, el Caballero Rojo es Imbelloni, Piñón salió en El Sensacional… Pero Shandi no lo sabe. Se perdió el show, que termina. Los Kiss vuelven al camarín, dejan sus personajes, se cambian. Podemos verlos porque justo están filmando el clip de Shandi. Se ponen la ropa de civil más grasa que pueda haber. Salen. Shandi los sorprende por la espalda. Les grita “¡Kiss!” y sonríe satisfecha. Va a lograrlo. Ellos se dan vuelta. Uh. No se han sacado el maquillaje. Simmons, el más alto, en el centro de la escena, la mira feo. Mala suerte, Shandi. O no. Vos sabés: verle la cara al Demonio no era una buena idea. Dejalo, nomás, que al final él te la muestre solo. 

Publicado en el diario La Unión del 25 de agosto de 2011.