jueves, 24 de noviembre de 2011

Scott Joplin

Se supone que Scott Joplin nació en 24 de noviembre de 1868 en Texarkana, Texas, Estados Unidos. Murió el 17 de abril de 1917 en Manhattan, Nueva York, EE.UU.


Se sienta al piano Scott Joplin y sus dedos bailan. No como Nureyev, no como Nijinsky. Bailan como un Astaire achispado; igual que Fred, parecen deslizarse, nadar sobre el sólido, o, de repente, golpetear al ritmo en contracciones y distensiones perfectamente controladas, prolijas, elegantes. Sus dedos –los de Joplin— son engranajes como flores, se mueven y se mueven, su música se mueve, plebeya, esclava, música despreciada, música negra. Pero no, qué cosa, no es precisamente Joplin el Joplin que suena; es otra persona, tal vez Joshua Rifkin, el pianista que lo devolvió a la existencia pública más de 50 años después de su muerte. Porque Scott Joplin murió en 1917 sin haber dejado ni una sola grabación propia de su música. Solamente quedaron un puñado, o un par, de cilindros para pianola que produjo cerca del final, en los que se advierte una interpretación desprolija y disrítmica. Dicen los historiadores de la música y el género –el rag— que esos cilindros traen un Joplin enfermo y con dificultades para expresarse a través de sus dedos. Dicen, también, es cierto, que, aparentemente, en sus años de juventud, salud y esplendor tampoco era una lumbrera con las teclas. La verdad es que lo que baila y se desliza como corriendo en el aire no son los dedos de Scott Joplin en el teclado sino su música en el pentagrama.
Paul Newman y Robert Redford son rubios, bonitos y sonríen. Mientras ellos hacen sus fechorías en “El golpe”, lo que suena es “The entertainer” (pi-pi-piri-pirí-pirí… mil millones de teléfonos en espera que no eligieron Para Elisa) o, si no, “Solace”, o “Pine Apple Rag”, o algún otro. Lo que suena es Joplin. Scott no es rubio ni bonito. Y mucho menos sonríe. Es negro, atribulado,  hijo de un esclavo. Como cantó Lead Belly en “Cotton fields”, en esa Texarkana natal de Scott Joplin se cosechaba algodón, y había que hacerlo antes de que las cápsulas se pudrieran y arruinaran el vello. Cuando Jilles Joplin fue liberto y cambió los campos de algodón por un trabajo en el ferrocarril fue que nació Scott, hijo de Florence. Jilles y Florence tocaban el violín, el banjo y el piano. Scott fue pianista y se fue de la casa familiar porque no quiso ser ferroviario. El no querer sería una constante en la vida de Scott Joplin; no resignarse. No quiso tocar música clásica ni blues negro, sino jazz. No quiso ser un morocho más dándole al piano en el rincón de un bar sino componer, publicar y enseñar. No quiso atar sus rags a los dos o tres minutos de la música popular sino llevarlos a las formas de la erudita. Así compuso imprevistas extensas piezas de ballet y una ópera negra. No quiso que lo trataran como a un negro en los primeros años del siglo XX en Norteamérica. Pero eso era. Nadie aceptó sus, una y otra vez, esfuerzos de ballet y ópera. Sólo sus breves piezas de jazz de tres minutos de dedos deslizándose por el teclado de un piano como si fuera una pista de patinaje sobre hielo. Ha pasado casi un siglo desde su muerte por sífilis que se pescó en un hospital y es hoy el compositor negro más exitoso en términos de interpretación y reproducción de sus obras. Gracias al “Maple leaf rag”, banda de sonido de mil películas mudas, o a “The entertainer”. Sus tres minutos. Ahí está. No es –uno puede suponer— lo que él habría querido.

Publicado en el diario La Unión del 24 de noviembre de 2011.

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