jueves, 15 de septiembre de 2011

Fernando de la Rúa


Fernando de la Rúa nació en Córdoba, el 15 de septiembre de 1937.


Una de las anécdotas que se saben y valen la pena de aquel diciembre es que mientras la Plaza de Mayo se hacía epicentro de batalla, agentes y parapoliciales mataban con gusto en el Obelisco, aluviones puebleros magnetizaban las calles hacia el Centro, bandidos con carnet de piloto hacían cuentas y el País se caía a cascotazos, al Presidente se le hizo la hora de la siesta, se puso el gorro de punta con pompón (o no, seguro que no, este detalle es un agregado malintencionado al cuento, pero sirve para completar el perfil del personaje, en la que todo lo demás habría hecho juego con el clásico bonete de dormir de los dibujos animados) y pidió que lo despertaran un par de horas más tarde.
¿Impotencia, indolencia, incapacidad o idiotez? Era idiotez. Y esa idiotez que englobó todo lo demás era lo peor que nos estaba pasando. Cuando la furia, las urgencias y las necesidades críticas empezaron a aplacarse, lo que quedó del drama fue esa comprobación inquietante: los argentinos bien podemos votar a un tardo para presidente –no sólo nosotros; las naciones más poderosas de la Tierra han dado prueba de que nadie está exento—, en tanto se generen las condiciones, por lo general bastante llanas y asequibles.
Ya me parece estar oyéndote. “Tan estúpido no debe ser, Vallejos, si nos engañó a todos y llegó a presidente”. Esto es una obviedad y asumo el riesgo de serrucharle el piso a Enrique Pinti, porque tengo que decirlo: los argentinos sobrevaluamos la viveza, muchas veces, como si fuese la única de las virtudes, la madre de todo logro. Y, por transferencia, asumimos que no hay éxito posible para una empresa si no es en mérito a la viveza. La frase empieza con “no es ningún boludo, mirá…” y se completa con “… la guita que tiene”, “… la mina que se curte”, “… lo poco que labura” o algún mantra semejante. Pero la relación causa/efecto no siempre –casi nunca—es tan rigurosa. Y se puede llegar hasta a ser presidente basándose en otras cualidades mucha más determinantes en el emprendimiento, como la determinación por lograrlo, la falta de escrúpulos y la inocuidad frente al verdadero poder. La impresión que da la historia es que De la Rúa quiso ser presidente, como un niño –niño lelo—, por la banda, los actos oficiales y “la investidura”, sin saber para qué. Y todo lo que era capaz de hacer terminó de hacerlo el día que ganó las elecciones. Contra su conveniencia, el mundo siguió andando. Y se le complicó. Cada decisión presidencial en sus dos años de historieta sonó como una orden: “Que todo siga como está”. Pero la eternidad no le hacía caso, después de cada domingo venía un lunes. Entonces tuvo que salir a la cancha. Y no sabía, jamás le había interesado saber, ni cómo se inflaba la pelota. Recitó tangos igual que un enajenado, se perdió en el estudio de Tinelli, puñeteó la mesa de Mariano Grondona, les dijo Laura a Paula y “buenas noticias” al anuncio de un endeudamiento infame. Y se fue sin entender por qué, qué había fallado, pero no por empecinado, terco, ignaro o ciego, sino por simple. Por no poder hacer dos por tres sin usar los dedos. Por creer, de verdad, que la causa de su afrenta fue haberse mudado a Olivos justo un año en el que las merluzas dejaron de poner huevos.

Publicado en el diario La Unión del 15 de septiembre de 2011.

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