Ronaldo Luis Nazário de Lima nació el 22 de septiembre de 1976 en Río de Janeiro, Brasil.
Tony era un crack. Todos queríamos jugar con él, tenerlo en nuestro equipo. Gordo parlanchín, trapisondero, vago, embaucador, radical, toquete y bocina, todo eso era Tony. Pero cómo jugaba a la pelota. Se paraba de nueve, de espaldas al arco, y en un instante ya había girado y dejaba de garpe a los zagueros, o definido directamente sin siquiera darse vuelta. Y no sabías, no te explicabas cómo. Porque Tony era gordo. Calzaba 120 kilos en un metro setenta y monedas. Pero ese físico de mil achuras –Tony capataceaba un frigorífico, casualmente—se volvía mágico cuando empezaba a girar la redonda por el verde césped y el mundo, a dividirse entre quienes son capaces de gambetear a la primera marca y los que no.
El dios de los cristianos que, como todo el mundo sabe, es caprichoso y discrecional, tiene una oficinita donde despacha dones para los gordos, en la que el de jugar bien al fútbol es –como en todos los repartos divinos de gracias— el más preciado. Una especie de visa waiver del sobrepeso. Van pasando los obesos y el barbudo decide, porque sí: “Vos no… vos no… vos, al seminario… vos, al show de Cormillot… vos, a estudiar cocina al IAG… vos, al arco…”. Hasta que de golpe: “A ver, vos, hacé jueguito… tres, cuatro, cinco… Levantala de bicicleta, a ver, pegale de rabona… Bien, bien… Andá, tomá la 9. A la cancha”. Ronaldo salió de la oficina de Dios con la de cuero bajo el brazo. No. Abajo del brazo no. La llevaba en el aire de zurda, diestra, zurda, diestra. Descalzo. De pibe, en Bento Ribeiro, no había plata para botines. Y cuando bajó a la tierra, a jugar primero en el Valqueire de Río de Janeiro, ¿se acuerdan de esa propaganda de Topper que Pascualito Rambert hacía un escombro tremendo porque le había metido un gol de penal --¡de penal!-- a Dios? Bueno, a esa altura Ronaldo ya les había embocado entre 100 y 200 –los evangelios difieren— al jefe y todo el santoral del almanaque.
Convirtió 15 goles en Mundiales –ganó dos—, más que cualquier otro jugador. Metió más de 400 en partidos oficiales, todos comprobados, no como los descabellados 1.000 de Pelé, que el único que se los cree es el propio Negro igual que Johnny Weissmuller se murió convencido de que era Tarzán. Hizo goles para el Barcelona y el Real Madrid en España, para el Inter y el Milan en Italia. Y, nunca mejor dicho, fue bueno mientras duró. Dios le dio piernas de crack pero busarda de obeso. Y las unas no se bastan para sostener a la otra, al menos no por mucho tiempo. A los 19 tuvo su primera lesión de rodilla, a los 23 la segunda, y la última a los 31. Cien kilos son demasiados para 1,83 metro de crack, y todavía más cuando son más de cien. A los 34 lloró, anunció “perdí contra mi cuerpo”, y no jugó más.
Al final no era visa waiver lo que daban en la oficinita sino visa de turista. “Volverás a ser sólo un gordo”, dijo el profeta. Ronaldo devolvió el don y la pelota, feligrés obediente. Se la sacó de encima para siempre. El Divino la vio caer como un puntito en su cielo. Le preguntó: “¿Por qué la tirás lejos?” “No, papi –le respondió Ronaldo, repentinamente aporteñado—, ahí la tenés de vuelta, al lado tuyo. Es que la dejé así de chiquitita”. Se sacó los botines. Se alejó en patas.
Publicado en el diario La Unión del 22 de septiembre de 2011.
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