jueves, 20 de octubre de 2011

Bela Lugosi

Béla Ferenc Dezső Blaskó nació el 20 de octubre de 1882 en Lugoj (hoy, Lugos), Transilvania, entonces parte del Imperio Austrohúngaro, hoy Rumania. Murió el 16 de agosto de 1956 en Los Ángeles, California, Estados Unidos.


Vamos a evitar la bastardilla porque la cita es larga. Se trata de una entrevista a Bela Lugosi, a la antigua, en la que el entrevistador es lo de menos, y que no publicó el Reader’s Digest. Esto dice.
No es cosa de todos los días encontrarse con Drácula muerto, sentado en su sillón. Ahí estaba el Conde, seco como casco de avellana, sin cruces ni estacas, ajos o espejos que justificaran su deceso. En su capa, la cara blanca, el pelo negro profundo, los brazos magullados y el corazón quieto. Iba a ser mi segundo día de entrevista y terminó siendo el final del reportaje. “Venga, hablaremos”, me había dicho al fin Bela Lugosi cuando logré importunarlo lo suficiente. Creo que dijo eso, en realidad no se le entiende nada cuando habla con ese acento imposible de cosaco. Quiero decir: no se le entendía; ahora ya, como en tantas de sus películas, no habla. Su esposa, Hope, es una mujer joven, no muy bonita. Dicen que lo acosó con cartas, llamadas y mensajes incluso mientras se encontraba internado tratando de rehabilitarse de su adicción a los calmantes. Pero qué quieren, si el hombre era un viejo feo, medio loco y que pasó la mitad de su vida disfrazado de monstruo o espectro. “Bela no está bien. Tiene muchos dolores. Pero inténtelo. Él no tiene muchas personas con quien conversar. Usted sabe…”, me dijo. Y, sí, yo sabía: no se le entiende nada. La casa de los Lugosi es oscura. Me pregunto si será realmente así o él la ambientó para la ocasión. “Mire esto”, me invitó Bela mientras agitaba unos papeles en su mano. Yo no miré, escuché. Me esforzaba. 35 años en América, pensé, y no pudo aprender la lengua, ¿qué clase de actor es este tipo? Él siguió hablándome: “Vea: se llama ‘El zombie va al Oeste’. Mi próximo filme… Este chico, Ed Wood, es un buen chico. Pero un estúpido, un inútil. Yo le debo mucho, ¿puede creerlo?, a semejante imbécil”. Cambió de tema. Todo el tiempo lo hacía. “No entiendo qué quiere la gente. Míreme. Soy el Conde Drácula. Soy Bela Lugosi. Pero parece que ya a nadie le importa. Karloff es un farsante. Yo no quise interpretar a Frankenstein. Si a él le pareció interesante hacerse famoso con dos tornillos en el cuello, allá su vida. Un tipo amable, fuimos buenos amigos. Hace tiempo que no lo veo. Pero actuar con él es insoportable. Karloff siempre supo hacer negocios con los estudios. Yo soy actor”. Lugosi se levantó, sacó un frasco del cajón de un chifonier, pareció advertir que se había olvidado de mí, y volvió a guardarlo. “La ciática. Nadie puede entender lo que son 20 años de dolor profundo. Es inhumano”, se quejó. “Ninotchka fue una gran película –se distrajo, como iluminado—. Greta es hermosa. Me engañaron, como siempre. Semanas en el plató, trabajando. Qué escenas. Brillé. Después las cortaron y yo casi no aparezco. En los créditos sí. El nombre de Bela Lugosi, eso es lo que quieren. No entiendo a la gente. Creen que soy el Conde Drácula. Y no. Yo soy actor. Un gran actor”. Volvió a levantarse, volvió al cajón (al del chifonier), llamó a su esposa. “¿Por qué no dejamos, por ahora, y continuamos mañana, o en unos días?”, me invitó con cortesía.
Cuando volví a ir, el Conde estaba muerto, en su sillón, con su capa. Su ex mujer Lilian y su hijo Bela quisieron que lo enterraran con ella. Bela Lugosi descansa en paz, disfrazado de Drácula, en el cementerio de Culver, en California. Así de pronto terminó mi reportaje.

Publicado en el diario La Unión del 20 de octubre de 2011.

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