jueves, 5 de mayo de 2011

Raphael

Manuel Rafael Martos Sánchez nació el 5 de mayo de 1943 en Linares, Jaén, España.


Las cosas no se ven siempre de la misma manera. Hace unos 30 años, un hombre que saludara a un amigo con besito en el cachete habría sido visto como un desviado. Hoy, un tipo que se va de un cumpleaños y para despedirse de su primo le tiende la mano es un payaso. En 1987, Glenn Close prendía y apagaba la lámpara y vos te dabas cuenta que le fallaba un fusible y que en cualquier momento le cocinaba el conejo a la hija de Michael Douglas (cosa que poco después se comprobaba cierta). Hoy, Glenn Close sería una animadora más del programa de Lapegüe. A comienzos de los ’80, los Village People eran tipos new wave, posiblemente algo extravagantes, pero nadie (salvo los especialmente avisados) advertía su pertenencia a la comunidad homosexual, a la que dirigían muchas de sus canciones. Los Village People eran divertidos, Tato Bores bailaba YMCA todos los domingos y el indio Felipe hasta les gustaba a las chicas. Hoy, obviamente, se los ve de otra manera. Pero entonces –me atrevo a decir que hasta Rock Hudson y la peste rosa— lo puto expuesto no se consideraba posible, o no se consideraba. Pedrito Rico era empalagoso, Freddie Mercury era transgresor. Y Raphael era el Niño; Raphael con sus caras, sus pasitos y su canto amanerado, con sus gestos mezcla de Pepino el Payaso y Susana Roccasalvo, sus pasos histéricos de caricatura de señora indignada, su canto gloriosa gema para imitadores de cantina de la Boca, que no tuvo un Ricardo García que lo eternizara en la tele porque el pináculo de la fama de Raphael se apagó muy rápido cuando ya no hubo más sábados circulares de Mancera.
Momento. Paremos un poco el carro. Raphael es un señor casado, padre de familia, quizás familia un poco disfuncional como la de todo artista internacional, pero familia al fin. No va por ahí el asunto. La idea no es decir que Raphael se la manya, que puede ser que sí, cómo no, o que no, qué importa, lo que sí importa es que si hoy apareciera en la escena un tipo como él, o cuando aparece él mismo actualmente, en el barrio sobran los filósofos que reflexionan: “Mirá el sable éste…”, y razón para hacerlo no les falta.
Y sin embargo, nuestras tías o nuestras primas –tachar lo que no corresponda, según la edad del lector— murieron por Rapha, que cantaba “Yo soy aquel” (“Yio soy aquel”, decía Raphael) y no había necesidad de novela de Echarri para que ellas se hicieran encima. Y “Digan lo que digan”, y antes del “… te querréééé” del final la orquesta callaba y el metía una cara y unos ojos abiertos de dos de oros que daban susto. Y la monumental “Llorona”. “Ay… Chiorona, chiorona…”, cantaba en el estribillo, y nuestras tías morían. Y no es una exageración: así en 2003 cuando necesitó de un trasplante de hígado, alguna se llegó a la clínica Doce de Octubre, en Madrid, a decir “vengo a que me saquen el hígado y se lo injerten al Niño”.
De no creer, ¿no? Un tipo que logra eso merece el interés por ir a ver de qué se trata. Y ahora que viene para Buenos Aires, ¿por qué no ir, compañero lector, la semana que viene al Gran Rex, a ver in situ al Niño Raphael en su salsa? También es de no creer, te lo aseguro. Pero lo verás a Raphael hacer lo suyo en el escenario y seguramente podremos reflexionar juntos: “Mirá el sable éste…”.

Publicado en la edición Nº 38.914 del diario La Unión, el 5 de mayo de 2011.

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