jueves, 28 de abril de 2011

Penélope Cruz

Penélope Cruz nació el 28 de abril de 1974 en Alcobendas, Madrid, España.


Penélope Cruz, para empezar por algún lado, tiene ese labio. Ese labio es como una fogata en hogar de leña crujiendo y una frazada peluda para enroscársela después de llegar de afuera muerto de frío, echando vapor por la boca y medio húmedo porque empezó a llover con gotas gruesas. Penélope nos mira y el labio tiene vida propia, es un actor protagónico más, candidato al Goya, a la Concha de Plata (ejem… perdón), a esos premios con prestigio. Del labio superior estamos hablando. El labio inferior carnoso podrá gustarles a algunas y algunos (gracias, Cristina y Sabbatella), pero da bobo. Es el de Carlitos Menem –los dos, el del helicóptero y el de Gran Hermano y la tararira—, el de papá Carlo, el de Echarri mal que nos pese, el de Caramelito Carrizo. El labio inferior no garpa. Tampoco la boca expansiva, como la de Angelina Jolie, que parece un bavaroise hecho por Doña Petrona en flanera de acero inoxidable. El labio superior bien dotado, como el de Penélope, es elegante, sensual y arde como losa radiante. Y es escaso, marca diferencia. Otro que tenía –bah, tiene— un (labio) superior interesante es Martín Lousteau que, me acuerdo, apareció jurándole a la Presi por el Ministerio de Economía, y las minas no lo podían creer, se les humedecían las comisuras de la emoción. Ellas, que jamás oyeron hablar del Peye Peirano y menos todavía de Carlos Fernández (Carlos Fernández… ¿Se acuerdan? Ministro de Economía… Ah, ¿no se acuerdan?), morían por Lousteau, economista top para el bolsillo de la dama por un tiempo, hasta que llegó Amado y le mató el punto. Pero estábamos hablando de Penélope Cruz. ¡¿Quién metió a toda esta gente de saco y corbata en la conversación?! Despeguemos la mirada un instante de ese labio seductor, magnético, atrapante, y ¿con qué nos encontramos? Por supuesto: con las tetas. Por lo general, vestidas, como suele suceder con todas ellas. Cuando no, son tetas para ver con amigos, sobran para uno solo. Y aquí aparece la perversidad del asunto, seguramente llevada a los hechos por Penélope con toda intención. El asunto es que las películas en las que Penélope nos muestra su todo, o casi todo, son películas que jamás podríamos ver con amigos. Con amigos uno puede llegar a ver algo como “Duro de matar”, “Rocky II” o, con mucho esfuerzo, “Pulp fiction”. Y aun así sería una situación inusual; lo más probable es terminar mirando Los Andes-Sarmiento o el compilado de patadas de Lavecchia. Pero jamás pastichos incomprensibles como “Jamón-Jamón”, “Abre los ojos”, “Elegy”, “Los Abrazos Rotos” o “Vanilla Sky” (ver dos horas a Tom Cruise con la careta de Tom Cruise es casi tan divertido como cruzar La Pampa por la Ruta 20); éstas son películas que si por una de esas casualidades las llegás a ver es porque el DVD lo eligió tu mujer. Y ahí se acabó toda la magia. Cuando aparece Penélope, todo esplendor, toda tetas, ella dirá “¡pero mirá las estrías!”, o “decime qué tiene que ver este desnudo. Lo hacen para provocar, lo hacen…”, o directamente “¿qué mirás, Eduardo? ¡¿Qué mirás?!”. O sea: no se puede. Con la señora al lado no se puede. Y eso Penélope lo sabe. No es casual que en las películas que podríamos disfrutar con los muchachos ande abrigada hasta el cogote, y en las que se aligera los argumentos son como para tirarse de un quinto piso. No es casual… Flor de histérica, Penélope.

Publicado en la edición Nº 38.908 del diario La Unión, el 28 de abril de 2011.

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