jueves, 6 de octubre de 2011

Roland Garros

Roland Garros nació en Saint-Denis, capital de la isla de Reunión, territorio francés en el Océano Índico, el 6 de octubre de 1888. Murió en Ardenas, Francia, el 5 de octubre de 1918.


Cómo las personas se transforman en nombre y esos nombres se quedan después sin el individuo que les dio existencia, ¿no? Venís por Camino Negro, cruzás Puente La Noria y agarrás General Paz. Primero está Roca, para ir al Autodromo (mi tío Cacho decía así, lo acentuaba grave al Gálvez, y él vivió casi toda su vida en Lugano, así que debía saber); después, Cruz, que te lleva al Jumbo. Un coronel y un general. Molina Arrotea fue cura, poeta y congresista en Tucumán antes de desembocar en Juan XXIII. Grigera, hábil chacarero primero, malhadado político luego y finalmente plaza. Porque Grigera, harto sabido es esto, no es nombre de persona ni personaje, sino de plaza. Igual que Roca, Cruz y Molina Arrotea son nombres de calles y no de coronel, general o cura. Nombres que se apropiaron de sí mismos.
Así le pasó a Roland Garros que, como todos conocemos, es un campeonato de tenis. ¿Qué habría pensado el aviador de la Primera Guerra, pionero del cruce sobre el Mar Mediterráneo, si alguien le hubiera predicho: “Serás torneo de Grand Slam. Sobre polvo de ladrillo”? Seguramente, que no; que su destino no era de estadio y trofeo sino de héroe de batallas. Que para eso había transformado su carrera de piloto experimental en militar, había pensado antes que nadie en blindar la hélice de su nave para poder disparar su ametralladora de frente sin riesgo de derribarse a sí mismo, había muerto en combate un día antes de cumplir 30 años. Pero el destino, viejo, es el destino. Garros le daba a la pelotita amarilla –que entonces no era amarilla sino blanca— de vez en cuando, como hobby. Eso y el décimo aniversario de su muerte fueron argumento bastante para bautizar el estadio donde, desde 1928, se jugaría y se juega el Abierto de Tenis de Francia. Roland Garros así perdió su ser de casquete y antiparras. Y su imagen la prestó para siempre. Su rostro fue el de Henri Cochet, campeonísimo francés, el primero que levantó la copa en el estadio. Y el de los australianos liderados por Rod Laver. De Björn Borg inexpresivo e invencible. De Rafa Nadal apabullante. De las chicas: Helen Wills en un prinicipo, Margaret Smith durante años, Chris Evert, Steffi Graf, Monica Seles, Justine Henin, todas campeonas una y otra y otra vez. De dos argentinos, dentro de todo, Guillermo Vilas, el que por más diferencia ganó la final, y Gastón Gaudio, el único profesional que la ganó habiendo perdido un set 6 a 0. Roland Garros fue todos ellos y nunca volvió a ser él. Quien es muchos no es nadie. Roland Garros no es nadie. Hay, sí, un piloto que cruzó el Mediterráneo de Francia a Túnez en su Morane-Saulnier, fue aviador de carreras y luego de guerra, bajó dos alemanes en 1915 antes de caer prisionero, tardó tres años en escapar, derribó otros dos en 1918 y crepó baleado por el fuego enemigo sólo un mes antes del final de la primera gran guerra, redondeando un score de 4 a 1 que, de todos modos, no pudo celebrar en forma. Pero ése no es el Roland Garros que conocemos. Poné “Roland Garros” en el buscador de imágenes de Google y vas a ver. De hecho, no sabríamos nada de él si no fuera por su homónimo, una popular cancha de polvo de ladrillo con Salata en la tribuna. Un evento, una situación que se repite año tras año, un peloteo, un cambio de lado, quizás un tie-break, una copa y un discurso, nadie.

Publicado en el diario La Unión del 6 de octubre de 2011.

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