Leonardo Máximo Sbaraglia nació en la Ciudad de Buenos Aires el 30 de junio de 1970.
¿Se puede hacer una referencia futbolística en esta página que, vista con condescendencia, es casi cultural? Perdón. Permiso. Quería contar esto. Hace tiempo y allá lejos, para cualquiera que no viviera en el área portuaria, los ídolos del fútbol eran personajes en cierto modo mitológicos, compuestos más en una imaginación que los hacía infalibles. Ahora la cosa cambió porque el fútbol es para todos, en cualquier lugar del país es cuestión de poner la tele y ver que hasta Riquelme a veces pisa mal y se cae de culo. Pero ni siquiera es necesario irse a la época del flash a magnesio y las cupecitas para pintar eso del mito. Todavía hace muy poco tiempo, acá en Buenos Aires capaz que ensalzábamos a un nueve rosarino creyendo que lo conocíamos, cuando en realidad lo habíamos visto dos partidos en todo el año, seis segundos por domingo en los resúmenes de Paso a Paso, y leíamos los “ocho” que le ponían los corresponsales también rosarinos, hinchas del equipo del nueve y amigos del representante que lo quería vender a Capital. Después al nueve lo compraba River y recién ahí advertíamos que no era un crack sino un afanoso breguero que hacía goles dos veces por año y pateaba al arco seis segundos por partido.
Un día Leo Sbaraglia se fue a vivir a España. Lo corrió el 2001, como a tantos argentinos. Se fue y se llevó su pasado. Su Diego de “Clave de Sol”, sus personajes de películas de Marcelo Piñeyro, los diversos ladronzuelos de “Plata Quemada” y “Caballos Salvajes”. Escondido en el fondo del equipaje se llevó hasta el “Sbagliato” a quien Mesa martirizaba en “El Gordo y el Flaco”. Unas cuantas cosas las tiró por la borda mientras cruzaba el Atlántico (es decir… se habrá ido en avión. Digamos que las dejó en la cinta del baggage claim). Leo se fue a España. Lejos. Sin tevé en directo. Venía dos domingos por año, hacía de perseguido por Lito Cruz y se iba. A España. Y era un fenómeno. Prestigioso, serio, versátil, convincente, culto y bien mirado. Exitoso. El “notable actor argentino” en la Península. Nuestro Tom Hanks. Una eminencia transmitida por corresponsales. Elogiada por Catalina Dlugi con baba en la comisura y un poquito de pis. Vista sólo si uno tenía mucha voluntad, en películas que duraban una semana y media en cartel en la sala 27 del último piso del Cinemark.
Un día Leo Sbaraglia volvió. Lo llamó el bienestar nacional y popular, como a tantos argentinos. Volvió, o no volvió, o va y viene… la cuestión es que se lo ve por acá. Y cuando se lo ve… no es Tom Hanks. Más bien su estilo tiene un aire Calabró en “Campeones”, cuando hacía de actor serio en camiseta. Es el precio de estar delante de nuestros ojos. Leo hace la propaganda de Centrum, y ahí, acá, es que lo vemos. Antes hacía un Andrew Beckett en cada película –que lo sigue haciendo, pero ¿alguien piensa ir al cine a ver “Sin Retorno” o “Restos”?— pero nos lo contaba la orinada Catalina. Y es mejor ahora, que nos encontramos con este Leo Sbaraglia laburante, que actúa en películas rigurosas, pero también promociona las bondades de un suplemento vitamínico con cinc, va a la tele a defender la realidad –aunque se enrede en cada frase y no redondee una idea nunca antes de que lo manden al corte—, banca al Incaa TV, habla en los actos –y también se enreda—, y muestra cómo la yuga, de uno u otro modo. Como tantas otras cosas, mucho mejor ahora.
Publicado en el diario La Unión del 30 de junio de 2011.
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