Richard Henry Starkey nació en Liverpool, Inglaterra, el 7 de julio de 1940.
Induteeewn… Where I wis boooorn... McCartney –acá lo llamamos “McCartney”; dejamos el familiar “Paul” para Badía o las bandas tributo, y el penoso “Sir Paul” para Catalina Dlugi—, que no es zonzo, terminó la canción y no debe de haber tardado mucho en darse cuenta: “Ésta es para Ringo”. El petiso no iba a tener drama en cantar el asunto ése del marinero, los mares de colores y la vida dispendiosa. No sólo eso: la iba a pasar fenómeno. Era –es—el tipo capaz de sugerir “che, cantemos Yellow Submarine” en medio del viaje en combi y arrancar, de lo más divertido, con el Induteeeewn..., contento como en este video que están pasando en los noticieros para anunciar que viene a Buenos Aires en noviembre, donde la canta meneando las patitas flacas y zambas y haciendo sube y baja de hombros como si estuviera en un karaoke de un millón de dólares. Porque, ah, eso, viene Ringo. Va a cantar acá por primera vez. Como plan para una noche entretenida es fantástico. Lo que no termina de cerrar es que cobre entrada. Está bien –o no, pero es comprensible—que ir a ver a McCartney en River salga más que comprarse un 306. Pero Ringo es casi de la familia, es como un tío tarambana que hace 50 años iba por ahí pasándola bomba y de repente se dio cuenta de que, en su andar despreocupado, se había metido en los Beatles –acá decimos “Los Beatles”; dejamos el “The Beatles” para los giles. Y para Badía—. Y desde entonces anda por el mundo de joda. ¿Cómo nos vas a cobrar doscientos mangos a nosotros, tío Ringo? Porque fíjense una cosa: hagamos como Braceli, que anda todo el tiempo encontrándose con los muertos, e imaginémonos que nos cruzamos con uno de los Beatles y le tiramos un “¿qué hacés, campeón? ¿Cómo andás?”. Supongamos cómo sería la reacción. Yo me imagino a George respondiendo un “hola” respetuoso y yéndose ligero a otra parte. A McCartney diciéndome “qué tal, mucho gusto, puede hablar con mi manager”. A John preguntándome “¿y vos quién sos?”. Y a Ringo que me larga un efusivo “¡hola, maestro!”, y ahí nomás arrancamos juntos: Induteeewn…
Lo peor que tenía Pete Best no era lo mal que tocaba la batería, sino su invariable cara de culo. Los Beatles no estuvieron completos hasta 1962, cuando llegó Ringo con su eterna idea: “Vamos a divertirnos”. Ésa fue su función principal en la banda. Además de tocar la batería, si no brillantemente, sí bastante mejor de lo que se dice. “¿Cómo es ser uno de los mejores bateristas del Mundo?”, lo presentó un día un entrevistador. Ringo lo corrigió: “Ni siquiera era el mejor baterista de los Beatles”. Pero exageraba. Ringo no hacía –no hace—milagros con los tambores, pero iba con swing, en ritmo y parejo, sin metrónomo ni auriculares. Y no era tan fácil, tal como corroboró el propio McCartney cuando, ya separados los Beatles, grabó su disco solista tocando él la batería. Ahora en sus shows toca poquito. Más bien se para al frente, con esa cara y físico de Gran Gonzo de los Muppets, y te muestra cómo se divierte. ¿Te parece poco? ¿Querés más? Andá a otro show. Andá a verlo a Malosetti, que hasta podés llevar pipa. Ringo es eso, lo que se ve, no esconde nada, es ese tipo que, estoy seguro, fue el que en 1966 cayó al taller de chapa y pintura con el submarino y le dijo al pibe de overol que no entendía nada: “Flaco, ¿me lo pintás de amarillo?”.
Publicado en el diario La Unión del 7 de julio de 2011.
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