En el Hotel Alvear, hotel cajetudo del barrio porteño de Recoleta, “Alvear Palace”, nombre en lengua extranjera, como mejor cae en esa zona de la Ciudad de Buenos Aires, en esa avenida, Alvear, que recuerda al fallido dictador que quiso entregar las Provincias Unidas del Río de la Plata primero a los ingleses y más tarde de vuelta a los españoles, en ese cinco estrellas, en una habitación/departamento de 38 metros cuadrados, vive Horacio Ferrer. Un día, hará unos 30 años o un poco más, decidió que quería alojarse para siempre en ese hotel, que hacía juego con su moño, su rosa en el ojal, sus versos y su sonrisa, se compró esa habitación en el octavo piso y desde entonces hasta hoy y hasta el último día vive y vivirá rodeado de vecinos que cambian cada fin de semana, con botones y recepcionistas en lugar de porteros, y el cartel de “do not disturb” colgado del picaportes de la puerta si no quiere que la mucama se le meta sin avisar en su casa. Es una vida que sería imperdonable si fuese otra persona, digamos, Daisy de Chopitea, o el juez Fayt, o Fassi Lavalle. Pero Ferrer es un poeta, uno de los buenos. Los buenos poetas son bienes escasos, y ya eso sería suficiente como para perdonarle que viva en el Alvear. Pero si además vemos que todo el asunto, de vivir en una habitación de un hotel lleno de borlas, es un poco de su poesía, entonces no sólo hay que perdonarlo sino además estar a favor.
Horacio Ferrer nació en Montevideo. Todavía vivía allí cuando escribió para Aníbal Troilo la letra de “La última grela”, su primer tango, que después musicalizó Astor Piazzolla, y también cuando publicó su “Romancero canyengue”, el que decidió a Piazzolla a conminarlo: “Si no venís a Buenos Aires a trabajar conmigo sos un imbécil”. Horacio dejó sus trabajos en la Unviersidad de Montevideo y el diario El País, y vino. No era un pibe. Tenía 34 años.
4808-2100 es el número de teléfono del Alvear. Por supuesto, si uno llama no le van a pasar la comunicación con Horacio, pero seguramente le tomarán el mensaje que quiera dejarle. Él, si no anda de tertulia por ahí, estará mirando fútbol: a Huracán, pese a todo, al Barcelona, cualquiera del Fútbol para Todos, la Liga Inglesa o lo que le interese. “Miraré ocho, diez, partidos por semana, no me parece que sea mucho”, dice. Qué cosa: Horacio Ferrer mirando fútbol es también parte de su misma poesía.
Lulú es otra parte y no una menor. Lulú Michelli, la mujer que comparte con él esos 38 metros cuadrados de unos pocos libros, algunos discos, cuadros y dibujos. Esa pintora de la que Horacio se enamoró en un bar de San Telmo llamado –créase o no—“La Poesía”. Ella, por quien él dejó de dibujar –otra de sus actividades artísticas, opacada por la literaria—porque desde entonces “la artista plástica de la pareja es ella”, explica, firme y claro.
La frase inmortal: “eso no es tango”, nació el 16 de noviembre de 1969. Era el Festival de Buenos Aires de la Canción y la Danza y Amelita Baltar cantó “Balada para un loco” entre una ovación y monedazos. Unas semanas antes, Ferrer había llegado al departamento de Piazzolla con otra frase: “Ya sé que estoy piantao…”. Trabajaron siete días seguidos. Agregaron, quitaron, cambiaron ritmos, melodías, recitados, versos. Al terminar, Ástor le dijo: “Hacete una tarjeta que diga Horacio Ferrer, autor de Balada para un loco. Te va a servir para toda la vida”. Y también fue parte de su poesía.
Publicado en el diario La Unión del 2 de junio de 2011.
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