Zinedine Yazid Zidane nació en Marsella, Francia, el 23 de junio de 1972.
“Jugar –le decía el Ruso Salzman al demonio Asmodeo, en el relato de un Dolina culminante—. Quiero jugar, maestro”. Asmodeo, amo de las cifras, ser del ser de los tahúres, rostro de todos los naipes, le ofrecía el triunfo perpetuo, ganar siempre. Y el Ruso, cuyo punto era la acción y no el efecto, lo indignaba despreciándolo. Asmodeo se había encontrado con la persona equivocada: él buscaba, ponele, al Narigón Bilardo, con uno así le habría salido bien. Pero se topó con uno como Zinedine Zidane.
Zinedine, tipo raro, francés de nombre argelino por sus padres cabilios, cara, gesto y actitud extrañas en un mundo y un país –los suyos— donde los jugadores son altivos como Platini o altaneros como la Brujita Verón. Zinedine no era una cosa ni la otra, ni tampoco lo contrario. Era, parafraseando a Fontanarrosa, ya que estamos en visaje de citar escritores populares, argentinos y Negros, “lo que se dice, un jugador al fulbo”. De chico aprendió la historia del tío Djamel, quien en 1982 había jugado en una selección de argelinos flacos que le ganó 2 a 1 a Alemania un partido de Campeonato del Mundo. “No fue un gran partido. Fue una casualidad. Los alemanes cometieron dos errores, pero antes y después no nos dejaron jugar, no tocamos la pelota”, le contaron que decía Djamel. Zinedine también aprendió eso.
“Jugar. Eso. ¿Entiende, maestro?”. Zidane nunca se encontró con Asmodeo. Tal vez el demonio quiso evitar otro mal trago después de lo que le pasó con el Ruso. Pero le habría dicho algo así. Lo suyo era jugar. Jugó en el Real Madrid, el Juventus, con la selección de su país fue campeón de Europa y del Mundo. Era inevitable; él era demasiado bueno, por eso estuvo en esos sitios. De lo contrario, habría estado jugando en otro lado. De adolescente, casi veinteañero, conoció a Francescoli, que andaba casualmente por Marsella, su ciudad, jugando en el equipo de allí, y descubrió que lo que él quería hacer y hacía no era un desliz de la naturaleza, que existía, sólo que los otros franceses no sabían hacerlo. Y cuando tuvo un hijo le puso Enzo.
De joven, antes de los 25, se quedó calvo. No se rapó. Eso lo hacen los futbolistas, y él era jugador al fulbo. La bocha lampiña rodeada de pelambre, como la de un Bochini franchute, mandó la pelota dos veces adentro del arco de Brasil, y Francia ganó el Mundial que, como siempre, era imposible que Brasil perdiera. Ocho años después, ya con más pelos en las cejas que en el marote, volvió a estar en la gran final. Mientras 21 “profesionales” apostaban a la sangre, sudor y lágrimas para triunfar, él jugó. Tuvo un penal que patear y lo volvió un malabarismo. Le hizo bailar el minué a la pelota. Por casi una hora y media, esa final fue él. Después, Marco Materazzi, un italiano que si se hubiera encontrado con Asmodeo lo habría asociado para poner una inmobiliaria, hizo sus deberes: lo insultó, lo provocó, basureó a su madre y a su hermana. Zinedine lo sentó de un cabezazo en las costillas y se fue de la cancha. Ese Mundial tuvo campeón pero no final; terminó antes de tiempo. De grande, de viejo, Zinedine será el muchacho de una historia, quizá cierta, para los nietos del tío Djamel. Les contarán que el tío Zinedine decía: “Perdimos con Italia, sí. Pero qué lindo fue jugar aquel partido”. Y ojalá aprendan eso.
Publicado en el diario La Unión del 23 de junio de 2011.
No hay comentarios:
Publicar un comentario