Estamos en años de la Inglaterra victoriana. Los padres deciden cuál será la vocación de sus hijos, y los maestros les atizan los nudillos con varas rigurosas.
En casa del reverendo Henry Venn, el viudo rector de la parroquia de Drypool, el joven John reúne objetos. Empieza por frutas –ése siempre es el primer paso, como se demostrará más adelante, al correr de los años—: naranjas con naranjas, peras con peras, limones con limones. Luego intenta aunar los cítricos. Lleva las naranjas adonde están los limones. Ahora las frutas de color amarillo, y toma los limones para acumularlos con las bananas y una manzana golden que le había quedado suelta. Pero así los cítricos se le disgregan. Se preocupa. Intenta rejuntar las frutas secas y no encuentra ninguna. Considera, entonces, que el rejunte de frutas secas ya está completo. O no. No lo sabe. Anda por ahí su abuelo, también John Venn, también reverendo. “Qué andás haciendo”, le pregunta, en inglés, lógico. “No sé”, miente Johnny. “Me está haciendo falta algo”, dice ahora la verdad. “Qué cosa”, insiste el reverendo. “No sé”, vuelve a decir, pero esta vez, también, es cierto.
En la escuela –puede ser la prestigiosa Highgate School, donde John iría a estudiar en su adultez, precoz como se estilaba entonces, o alguna otra, da lo mismo—, el maestro les pide a sus alumnos que dibujen “un conjunto de lápices” (¿por qué lápices? No lo sabe. Era lo que tenía a mano y se le ocurrió eso). Los niños garabatean. “Veamos”, dice el maestro. “Éste es un conjunto de lápices”, y señala los que hizo un niño, que probablemente se llama Timothy, en la pizarra. “¿Y estos otros?”, pregunta Timmy, señalando más lápices que otro niño hizo en la cercanía pizarral. “Otro conjunto”, responde Mister Donahue (el maestro). “¿Por qué son otro y no el mismo?”. Timothy es un pequeño impertinente. “Porque los dibujó otro niño”, asevera el docente. “Pero son lápices”. El maestro se araña las sienes. Vara en mano, golpea los dedos del chico. “¡Clase de historia!”, anuncia, imperativo. “A ver, ¿cómo llamaba Henry VIII a su esposa –pregunta con malicia—. ¡El que no responda bien se las verá con mi vara!”
Henry Venn quiere que John sea reverendo, como él y su padre. Al muchacho, sin embargo, le interesan más las ciencias que la religión. En particular, la lógica, que estudiará en Highgate y más tarde en el colegio de Gonville y Gaius, de la Universidad de Cambridge. Pero en la Inglaterra victoriana los padres deciden cuál será la vocación de sus hijos. A los 25 años, John será sacerdote de la Iglesia Anglicana. Con la sotana puesta, igualmente publicará sus textos sobre lógica que no son considerados en general demasiado importantes en el desarrollo de la ciencia. En particular, algún tema sí.
En la parte más relevante de esta historia, John apenas ha pasado los 30 años de edad. Por ahí andan, apiladas, naranjas y peras. Toma un lápiz y traza un círculo. Y otro. Y otro. “¿Y eso?”, le pregunta ya no su abuelo, tal vez Henry. “Es un diagrama”, contesta él. “¿Un diagrama de qué?”, insiste el reverendo. “Un diagrama mío”.
Pasa el tiempo. Llega 1989. En el comedor de los profesores de Gonville y Gaius, un ventanal coloreado con los tres archifamosos círculos entrelazados rinde homenaje a Venn y su diagrama. Inglaterra ya no es la de la Reina Victoria, sino de la “Dama de Hierro”, y algunos profesores siguen agitando la vara.
Publicado en el diario La Unión del 4 de agosto de 2011.
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