Jorge Fernando Castro nació el 18 de agosto de 1967 en Caleta Olivia, provincia de Santa Cruz.
Qué les podemos reclamar. Qué derecho tenemos. Nos ponemos a mirarlos, cómo se hacen daño, se cagan a bollos, se revientan. Disfrutamos el padecer de sus tejidos. Que se maten, para eso los rodeamos. Como a la salida del colegio, en la esquina no, es muy cerca y puede aparecer algún profesor; más vale en la otra cuadra, o la plaza. Si se vislumbra diferencia de fuerzas, tanto mejor. Queremos ver a Tyson liquidando a un mequetrefe en dos piñazos, no media hora de guanteo, jabs y fintas. Ver a Perrone cómo lo hace pelota al pelmazo traga de García. Si algún transeúnte se mete a separar, ufa, don, salga, ¿quién lo llamó? El referee no tiene que parar la pelea mientras los dos puedan tenerse en pie; vade retro, nocáut técnico. Ellos están ahí ganándose el derecho a la existencia en el listado de 4° B o en la sociedad que vaya a saber de qué barrial zanjoso los sacó mal nutridos y los metió en la FAB a sacudirle a la sombra como la chica del millón. Qué derecho tenemos a exigirles que sean nada, ejemplo de nada o labradores de su cuerpo y su vida. Periodistas pelados anteojudos grandilocuentes, subidos al banquito que le sacaron a Bonavena cuando sonó el gong, cretinos, supuestos “expertos en boxeo”, condenan la “falta de profesionalismo del púgil”, su “poco apego al gimnasio”, el “desperdicio de sus condiciones naturales”. El tipo se está destrozando la vida, cuando tenga 50 años no va a poder ni pronunciar las palabras, para que el de anteojos la pase bien, y el anteojudo pretende exigirle además que dignifique la profesión y su morbo. Pelado hijo de puta.
Un día lo encontré a Castro en el gimnasio de la FAB, vestido de plateado y saltando a la soga para bajar de peso. Fuimos a tomar algo al bar de la esquina. Pidió Pepsi. Se estaba cuidando porque iba a pelear con un ucraniano, o armenio, algo así, por un cinturón mundial improbable. “Esperame en el auto”, le ordenó a un pibe flaquito que estaba con él y soñaba con ser el Roña Castro. El pibe se metió en el coche y se quedó tres horas en el asiento de acompañante sin ni abrir la ventanilla. “Siete hijos”, me dijo el Roña que tenía, en ese momento. Ahora tiene quince. “Los varones se llaman todos Jorge. En casa llamás a Jorge y vienen todos”, mintió porque sí se llamaban así, pero él ya no vivía en su casa. Y se mató de risa. A los 10 años, una calle de Caleta Olivia le puso enfrente a un grandote de 14 que lo molestaba. “Lo dejé mormoso”, contaba el Roña, que de tan chico empezó a ser campeón porque en Caleta desde entonces no se le animaba nadie. Hablaba y no podía parar de golpear la mesa con el puño. No por boxeo sino por guita. “Yo, por plata…”, y ¡pum!, los nudillos contra la fórmica. “Si me ponen la plata…”¡Pum! “A mí dame la plata…” ¡Pum! Cien mil dólares, calculó el Roña, y se tiraba, iba para atrás, escupía el protector y ponía los ojos blancos. Qué vergüenza, dijo uno de aquellos periodistas, que creía que por ponerse la corbata no cobraba nada. Uno de los que admiraron el nocáut a John David Jackson como un milagro de la vida, de la condición heroica de la humanidad que algunos boxeadores se empeñan en no honrar con su sometimiento, irresponsables, pecadores sociales, talentosos sin mérito, poca cosa Castro que dilapidó sus condiciones, que si hubiera tenido algo de dignidad, a cuántos tipos más les habría hecho pelota las costillas.
Publicado en el diario La Unión del 18 de agosto de 2011.
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