jueves, 19 de enero de 2012

Carlos Eduardo Robledo Puch

Carlos Eduardo Robledo Puch nació el 22 de enero de 1952 en Olivos, Provincia de Buenos Aires.


Cada asesino plural tiene sus motivaciones. A Jack lo podían las prostitutas. Al Petiso Orejudo Godino, los nenes y, a eventual falta de ellos, los seres vivos (condición, ésta, sine qua non para un asesino) pequeños. A Ted Bundy, las cabezas de jovencitas universitarias. Mateo Banks actuó movilizado por la guita, como Yiya Murano. Barreda, por podredumbre. El Hijo de Sam mataba porque se lo ordenaba el perro del vecino. Ningún asesino múltiple es igual a otro. Carlos Eduardo Robledo Puch quizá sea el más puro: mataba por puro gusto, ya que estaba, durante algún afano, por las dudas o porque justo tenía el revólver a mano. “¿Y qué quería? ¿Que los despertara?”, le respondió preguntándole al fiscal que lo interrogaba, ya en la mala, acerca de algunos serenos que le habían quedado en el “debe”. Honró la camiseta –si esto fuera posible—de los criminales hasta el último instante; cuando, en 1980 –ocho años después de su último asesinato y su detención—, un tribunal de San Isidro lo condenó a perpetua, él no invocó a Dios ni declamó “creo en la Justicia” ni gritó inocencia, ni ninguno de los lugares comunes del sentenciado. Miró a los jueces y les dijo: “Algún día voy a salir y los voy a matar a todos”.
Pero no salió. Desde 1992 lleva más tiempo de su vida preso que el que pasó  afuera. Está en Sierra Chica desde hace 39 años. Hace 10 le prendió fuego a la carpintería del Penal, igual que le había prendido fuego a Héctor Somoza, su compañero de afano, tres días antes de que lo agarraran, en el 72. Es el preso más antiguo de todo el sistema carcelario argentino. No aprovechó para estudiar abogacía como otros delincuentes; ni siquiera terminó el secundario. Es preso. “Yo trabajé toda la vida: para delinquir y robar hay que trabajar mucho”, explicó su cansancio o su esfuerzo. No hay preso más preso que Robledo Puch.
Lo que pasó antes de la cafúa es mejor leerlo en otra parte. En un diario La Opinión de 1972 en el que Osvaldo Soriano escribió “la mejor nota de Buenos Aires sobre el caso Robledo Puch”, como le pidió, palabra por palabra, Jacobo Timerman. Soriano, que todavía no era oficialmente escritor, dice que Robledo Puch jugaba al fútbol y se creía Sanfilippo, pero Robledo era fanático del Ronco Onega. Por lo demás, cuenta la historia, paso por paso, tal como fue o mejor, como debería haber sido. Muerto por muerto: José Bianchi, Pedro Mastronardi, Manuel Godoy, Juan Scattone, Virginia Rodríguez, Ana María Dinardo, Jorge Antonio Ibáñez, Raúl Delbene, Juan Carlos Rosas, Bienvenido Serrini, Manuel Acevedo y Somoza, el que, fiambre y desfigurado por el fuego, lo delató por la cédula de identidad que Carlos Eduardo se le olvidó encima. Hace de esto 39 años. Robledo no vio la vuelta de Perón, su muerte, el gol de Bruno, la dictadura, el Mundial 78, la Guerra de Malvinas, Alfonsín, la Mano de Dios, Grande Pa, el uno a uno, la década infame, Natalia Oreiro, el cacerolazo, el campeonato de Racing, Cromañón, Bailando por un Sueño, el Bicentenario, a Néstor, a Cristina. Sigue adentro, para siempre. Su tenebrosa amenaza está latente: “Algún día voy a salir y los voy a matar a todos”. Pero no sale. No hay preso más preso que él.

Publicado en el diario La Unión del 19 de enero de 2012.

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