jueves, 29 de septiembre de 2011

Alicia Bruzzo

Alicia Liliana Estela Bruzzo nació el 29 de septiembre de 1945 y murió el 13 de febrero de 2007, en la Ciudad de Buenos Aires.


Fue como la Drop Dead Diva. Drop Dead Diva es una serie que dan por el canal Sony. Cambió todo. Cuando yo era chico veíamos series que tenían títulos en español –El Superagente 86, por ejemplo—, los actores hablaban en castellano neutro, hacían chistes para que nos divirtiéramos y los canales tenían número. Ahora vemos sitcoms que se llaman en inglés –como Drop Dead Diva—, con actores subtitulados, humor para que nos sintamos piolas y modernos y los canales tienen nombre de empresa. La Drop Dead Diva es una mujer hermosa que muere y resucita pero pierde su cuerpo y sólo consigue el de una gorda. No se puede decir gorda, ¿no? Estamos creídos de que sólo las palabras definen las cosas. No se puede decir discapacitado, paralítico. Loco sí, pero únicamente en sentido figurado. Alicia Bruzzo fue como la Drop Dead Diva. También como La Bella Durmiente, sólo que la bruja en lugar de una manzana aditivada le dio unos caramelos de propóleos, o un jarabe, algo así. Como la Cenicienta al revés: la princesa que se transformó en fatigadora. Y nunca le dieron las doce de la noche. Alicia Bruzzo, la Delmónico. Yo recién iba al Secundario. Los lunes a la noche, El Rafa. Alberto de Mendoza, Ricardo Lavié, Perla Santalla, Carlín –el Cholo— que mascaba chicle y todavía no fumaba tanto, Pablito Codevilla pecoso y zonzo, Chirilo, que era Rudy Chernicof. Y ella, Susana Delmónico, vampiresa veterana que jugaba al yoyó con Cholo y Rafa y a nosotros nos hacía polucionar de amor, como dice la canción de los Arqueros Sin Manos.
Pasó la novela, me fui de vacaciones, no la vi más. Amores de estudiante flores de un día son. Fue como una noviecita más de secundario, esas niñas que nos prenden fuego la vida y se mueren cuando el micro enfila para Bariloche. No hay que casarse con la piba que uno conoció en jumper cuando estaba en tercer año. Algunos lo hacen y se pierden para siempre la más dulce nostalgia, le dicen “Graciela” y la ven adulta y atribulada en lugar de recordarla coloradita y mentirosa como estaba esa tarde. Se equivocan. Yo… en realidad sí volví a verla, más de una vez. Pasaron unos años. La primera, decidí que no era ella esa señora lúgubre que Shocklender metía en el baúl del auto. Pasaron una parva de años más. La segunda vez me di cuenta de que sí era. Ya se había cruzado con la bruja madrina que la embaucó con el caramelito de propóleos. Estaba gorda e igual de viuda que en El Rafa. Brandoni vendía verduras, cantaba tangos con Arenas Alberto y entre una y otra cosa se enamoraba de ella. Y cómo no entenderlo si era tremenda mina, la gorda. La Drop Dead Diva es yanqui y lavada; era un bomboncito tonto y el destino la metió en el estereotipado combo de carnes e intelecto. La Bruzzo era argentina, fuerte y pulsuda. El hechizo tenía que ser más consistente, y así fue que le cayeron 140 kilos, desórdenes glandulares, cáncer de mama, una complicación en el implante de un cinturón gástrico que quiso abrocharse para adelgazar, una hernia de hiato, el estómago incrustado en el tórax y un definitivo cáncer de pulmón que la tendió redonda y concluida. La artera bruja le entró por todos lados, advirtió que el enemigo era flor de hembra y no dejó cabos sueltos salvo uno, inevitable: Alicia se murió, sí, pero yo me sigo acordando del colegio. Y me la acuerdo.


Publicado en el diario La Unión del 29 de septiembre de 2011.

jueves, 22 de septiembre de 2011

Ronaldo

Ronaldo Luis Nazário de Lima nació el 22 de septiembre de 1976 en Río de Janeiro, Brasil.


Tony era un crack. Todos queríamos jugar con él, tenerlo en nuestro equipo. Gordo parlanchín, trapisondero, vago, embaucador, radical, toquete y bocina, todo eso era Tony. Pero cómo jugaba a la pelota. Se paraba de nueve, de espaldas al arco, y en un instante ya había girado y dejaba de garpe a los zagueros, o definido directamente sin siquiera darse vuelta. Y no sabías, no te explicabas cómo. Porque Tony era gordo. Calzaba 120 kilos en un metro setenta y monedas. Pero ese físico de mil achuras –Tony capataceaba un frigorífico, casualmente—se volvía mágico cuando empezaba a girar la redonda por el verde césped y el mundo, a dividirse entre quienes son capaces de gambetear a la primera marca y los que no.
El dios de los cristianos que, como todo el mundo sabe, es caprichoso y discrecional, tiene una oficinita donde despacha dones para los gordos, en la que el de jugar bien al fútbol es –como en todos los repartos divinos de gracias— el más preciado. Una especie de visa waiver del sobrepeso. Van pasando los obesos y el barbudo decide, porque sí: “Vos no… vos no… vos, al seminario… vos, al show de Cormillot… vos, a estudiar cocina al IAG… vos, al arco…”. Hasta que de golpe: “A ver, vos, hacé jueguito… tres, cuatro, cinco… Levantala de bicicleta, a ver, pegale de rabona… Bien, bien… Andá, tomá la 9. A la cancha”. Ronaldo salió de la oficina de Dios con la de cuero bajo el brazo. No. Abajo del brazo no. La llevaba en el aire de zurda, diestra, zurda, diestra. Descalzo. De pibe, en Bento Ribeiro, no había plata para botines. Y cuando bajó a la tierra, a jugar primero en el Valqueire de Río de Janeiro, ¿se acuerdan de esa propaganda de Topper que Pascualito Rambert hacía un escombro tremendo porque le había metido un gol de penal --¡de penal!-- a Dios? Bueno, a esa altura Ronaldo ya les había embocado entre 100 y 200 –los evangelios difieren— al jefe y todo el santoral del almanaque.
Convirtió 15 goles en Mundiales –ganó dos—, más que cualquier otro jugador. Metió más de 400 en partidos oficiales, todos comprobados, no como los descabellados 1.000 de Pelé, que el único que se los cree es el propio Negro igual que Johnny Weissmuller se murió convencido de que era Tarzán. Hizo goles para el Barcelona y el Real Madrid en España, para el Inter y el Milan en Italia. Y, nunca mejor dicho, fue bueno mientras duró. Dios le dio piernas de crack pero busarda de obeso. Y las unas no se bastan para sostener a la otra, al menos no por mucho tiempo. A los 19 tuvo su primera lesión de rodilla, a los 23 la segunda, y la última a los 31. Cien kilos son demasiados para 1,83 metro de crack, y todavía más cuando son más de cien. A los 34 lloró, anunció “perdí contra mi cuerpo”, y no jugó más.
Al final no era visa waiver lo que daban en la oficinita sino visa de turista. “Volverás a ser sólo un gordo”, dijo el profeta. Ronaldo devolvió el don y la pelota, feligrés obediente. Se la sacó de encima para siempre. El Divino la vio caer como un puntito en su cielo. Le preguntó: “¿Por qué la tirás lejos?” “No, papi –le respondió Ronaldo, repentinamente aporteñado—, ahí la tenés de vuelta, al lado tuyo. Es que la dejé así de chiquitita”. Se sacó los botines. Se alejó en patas.

Publicado en el diario La Unión del 22 de septiembre de 2011.

jueves, 15 de septiembre de 2011

Fernando de la Rúa


Fernando de la Rúa nació en Córdoba, el 15 de septiembre de 1937.


Una de las anécdotas que se saben y valen la pena de aquel diciembre es que mientras la Plaza de Mayo se hacía epicentro de batalla, agentes y parapoliciales mataban con gusto en el Obelisco, aluviones puebleros magnetizaban las calles hacia el Centro, bandidos con carnet de piloto hacían cuentas y el País se caía a cascotazos, al Presidente se le hizo la hora de la siesta, se puso el gorro de punta con pompón (o no, seguro que no, este detalle es un agregado malintencionado al cuento, pero sirve para completar el perfil del personaje, en la que todo lo demás habría hecho juego con el clásico bonete de dormir de los dibujos animados) y pidió que lo despertaran un par de horas más tarde.
¿Impotencia, indolencia, incapacidad o idiotez? Era idiotez. Y esa idiotez que englobó todo lo demás era lo peor que nos estaba pasando. Cuando la furia, las urgencias y las necesidades críticas empezaron a aplacarse, lo que quedó del drama fue esa comprobación inquietante: los argentinos bien podemos votar a un tardo para presidente –no sólo nosotros; las naciones más poderosas de la Tierra han dado prueba de que nadie está exento—, en tanto se generen las condiciones, por lo general bastante llanas y asequibles.
Ya me parece estar oyéndote. “Tan estúpido no debe ser, Vallejos, si nos engañó a todos y llegó a presidente”. Esto es una obviedad y asumo el riesgo de serrucharle el piso a Enrique Pinti, porque tengo que decirlo: los argentinos sobrevaluamos la viveza, muchas veces, como si fuese la única de las virtudes, la madre de todo logro. Y, por transferencia, asumimos que no hay éxito posible para una empresa si no es en mérito a la viveza. La frase empieza con “no es ningún boludo, mirá…” y se completa con “… la guita que tiene”, “… la mina que se curte”, “… lo poco que labura” o algún mantra semejante. Pero la relación causa/efecto no siempre –casi nunca—es tan rigurosa. Y se puede llegar hasta a ser presidente basándose en otras cualidades mucha más determinantes en el emprendimiento, como la determinación por lograrlo, la falta de escrúpulos y la inocuidad frente al verdadero poder. La impresión que da la historia es que De la Rúa quiso ser presidente, como un niño –niño lelo—, por la banda, los actos oficiales y “la investidura”, sin saber para qué. Y todo lo que era capaz de hacer terminó de hacerlo el día que ganó las elecciones. Contra su conveniencia, el mundo siguió andando. Y se le complicó. Cada decisión presidencial en sus dos años de historieta sonó como una orden: “Que todo siga como está”. Pero la eternidad no le hacía caso, después de cada domingo venía un lunes. Entonces tuvo que salir a la cancha. Y no sabía, jamás le había interesado saber, ni cómo se inflaba la pelota. Recitó tangos igual que un enajenado, se perdió en el estudio de Tinelli, puñeteó la mesa de Mariano Grondona, les dijo Laura a Paula y “buenas noticias” al anuncio de un endeudamiento infame. Y se fue sin entender por qué, qué había fallado, pero no por empecinado, terco, ignaro o ciego, sino por simple. Por no poder hacer dos por tres sin usar los dedos. Por creer, de verdad, que la causa de su afrenta fue haberse mudado a Olivos justo un año en el que las merluzas dejaron de poner huevos.

Publicado en el diario La Unión del 15 de septiembre de 2011.

jueves, 8 de septiembre de 2011

Peter Sellers

Richard Henry Sellers nació el 8 de septiembre de 1925 en Southsea, condado de Hampshire, en el Reino Unido de Gran Bretaña. Murió el 24 de julio de 1980, en Londres, capital del Reino Unido.


La película se llama “El hombre que nunca existió”. Es una de guerra y espionaje, basada en hechos reales de la Segunda Guerra Mundial. Está buena. Más que nada, es una película vieja. Tiene 55 años. Y hemos visto ya mil veces la Gran Guerra en la pantalla grande trasladada a la pantalla chica de Cinemax. Los alemanes inhumanos y que se equivocan, los japoneses orgullosos e ingenuos, los angloparlantes superiores, los franceses e italianos de reparto. Incluso en películas como ésta, la historia real es cuidadosamente elegida para que responda a aquellos requisitos. Así es “El hombre que nunca existió”. No importa. Ahí está Peter Sellers por primera vez en un filme decente. No era un nene, andaba ya cerca de los 30. Y teniendo en cuenta que se murió a los 54, hay que decir que sorprende el poco tiempo durante el cual Peter Sellers fue Peter Sellers: menos de 25 años; menos de 18, contando desde el verdadero gran comienzo, las andanzas iniciales del inspector Jacques Clouseau en la primera Pantera Rosa. Un evento tan efímero como Videomatch, por ejemplo, ya es más largo que Peter Sellers. En “El hombre que nunca existió” Sellers es una voz, la de Winston Churchill. No aparece en pantalla y, sólo al final de la noria, sí en los créditos. No existe. Es el hombre que no existe en la película del hombre que no existe. Una metáfora un tanto pueril, pero adecuada. Dicen que así era Sellers: un personaje y luego otro, y otro, y nadie detrás de ellos. El actor absoluto. Sin una personalidad que viviera cuando los reflectores se apagaban. Uno no puede saber nada del todo con esta gente lejana que no aparecía en los programas de Rial o Susana Roccasalvo (Lucho Avilés y la Tía Valentina, habría que decir) como para que se supiera alguna cosa de ellos. Pero es probable que fuera como dicen. De qué otro modo alguien puede ser tan francés como el dicho Clouseau en la saga del diamante, tan indiscutiblemente indio como el apacible Hrundi V. Bakhsi de “La fiesta inolvidable” (si alguno vio esta película hace algunas décadas y se reencontró con ella en la tele últimamente, puede quedarse tranquilo, que el título original es, nomás, “La fiesta”), tan científico, tan loco y tan lo que sea que fuera que hubiera que ser en “Doctor Insólito” (ahora le dicen “Dr. Strangelove” los eruditos de superficie como Axel Kuschevatzy) –una lección de la que aprendió Mike Myers para Austin Powers pero no Eddie Murphy para sus barrabasadas—, tan propiamente inglés como el millonario que adopta a Ringo Starr en El Cristiano Mágico.
Por lo visto, Peter Sellers sabía que él no existía. Filmaba su vida privada, lo que hacía en su casa, sus salidas, reuniones familiares, paseos, discusiones. Llevó adelante un docudrama perpetuo en el que él actuaba de malvado, depresivo, simpático, manipulador, drogadicto, callado, alucinado, mandón, cordial o desubicado. Peter Sellers en los varios roles de Peter Sellers, mostrándoles a todos, igual que Chance Gardener en “Desde el jardín”, su nada y que a los demás les pareciera todo.
Volvamos al comienzo, a la película “El hombre que no existía”. Es una señal. Allí el que no existía era otro. Pero, a la vista del después, hay que suponer que en realidad era él, sólo que prefirió no serlo.

Publicado en el diario La Unión del 8 de septiembre de 2011.

jueves, 1 de septiembre de 2011

Barry Gibb

Barry Alan Crompton Gibb nació el 1° de septiembre de 1946 en Douglas, Isla de Man, territorio autónomo integrante del Reino Unido de Gran Bretaña e Irlanda del Norte.


¿Te acordás? “¡Aguas frescas! ¡Aguas frescas!”, voceaba el Chavo del Ocho, vendedor ambulante ilegal instalado en la inhabitual puerta de la vecindad. “¡Ya cállate, cállate, cállate que me desesperas”, lo increpaba de tanto en tanto Quico, exasperado exasperante, cachetón de derecha. Ñoño era, ante todo, vigilante: “¡Mírelo, eh! ¡Mírelo, eh!”, alertaba. Al que no tenga buena memoria lo ayudará el reciclaje perpetuo que hace la tele de sus productos más rentables. Imposible no recordarlos: tipos grandes, cuarentón ya alguno, hablando en falsete, condenados por el éxito a dejar su propio tono de lado y poner la voz delgadita episodio tras episodio, cada día y al siguiente, cada vez que se encendieran las nuevas luces del viejo varieté.
A ellos les pasó por causa de un argumento que los ponía en el rol de niños. Para Barry Gibb, en cambio, fue una casualidad buscada, un intento por hacer algo nuevo con su música, que de tan rotundo se volvió insoslayable y lo dejó plantado hasta el fin de sus días sobre una línea que separa la virtud del ridículo, con un pie de cada lado. Para mediados de la década del 70 estaba claro que los Bee Gees eran una banda que no le hacía asco a explorar caminos que se bifurcan. Australia, Inglaterra, influencias folk y barrocas, discos experimentales, psicodelia… Era la era de los discos, y todo eso estaba en sus long plays, por más que el mercado dispone y el top hit siempre era una balada. Llegó el disco “Children of the world”, con Barry mandando en la tapa, con su peinado de Puma Rodríguez al spray, con su barba de Manolo Galván angloparlante. Y al final de la primera canción, “Nights on Broadway”, pintó la voz finita del barbeta, tímidamente en los estribillos, y más lanzada sólo en el fade out, pero marcando el camino para hacer estallar el Mundo. Y el Mundo estalló. En la pantalla grande, John Travolta se acomodaba el paquete en los calzones, rezongaba en la pinturería, daba vergüenza ajena coqueteando a la rubia danzarina, y a la noche cepillaba la pista con los mocasines de taco alto, el ambo blanco y la cara de daguerrotipo. Y por los parlantes, ese tipo que nos había hecho chapar de lo lindo con el “you don’t know what is like… beeeibe… you don’t now what is like to love somebody…”, ahora percutía “ah, ah, ah, ah, stayin’ alive, stayin’ alive”, chillando como Ernesto Acher en “La gallinita dijo eureka”. E, inexplicablemente, la rompía.
Roberto Gómez Bolaños tenía 63 años cuando le llegó la hora del basta, tengo 63, no puedo seguir diciendo “es que no me tienes paciencia” como si fuera un nene. Barry Gibb hoy cumple 65. Nunca dijo basta. Anunció que lo haría –tal vez de verdad intentó hacerlo— cuando murió su hermano Maurice, uno de los mellizos, sus laderos con voz de hombre. Pero siguió. Ojo: es un músico de la gran siete, no un guitarrero caradura que payasea. No es Gianfranco Pagliaro, aunque parezca. Sólo que la vida lo hizo pararse con un pie sobre el ridículo, le puso pantalones ajustados, un peinado con buen volumen y poco movimiento, y así lo mandó a escena. Y él, Peter Fonda exitoso, sigue su destino, ése que encontró al final de “Nights on Broadway”, cuando la música se va perdiendo despacito y a lo lejos, entre coros y disco music, se escucha un “¡eeeeehhhh!” finito, como si a algún chiveta le hubieran pisado el callo.

Publicado en el diario La Unión del 1º de septiembre de 2011.