Luiz Inácio Lula da Silva nació en Caetés, Pernambuco, Brasil, el 27 de octubre de 1945.
Católico practicante no soy. Ni no practicante, no jodamos. Pero la historia es buena. El padre, el hijo, el espíritu santo. La famosa Santísima Trinidad. Que, anunciada por los profetas hebraicos en tiempos inmemoriales de miles de años antes del cero, aterrizó en Latinoamérica dos milenios después; la escritura, los capítulos, los versículos y los libros se hicieron hombres de una trilogía –no digamos “trinidad”, en este caso, para que no se enojen los curas y los creyentes, total para nosotros es lo mismo— cimarrona, que se escapó de los amos del Universo y se les embraveció. Tres y uno, tres que cada uno es él mismo y los otros dos, y no lo es, a la vez, como dice la Biblia. El padre Hugo, temido de los dioses marmóreos que insisten con ese asunto del Olimpo. El hijo Néstor, que al tercer día resucitó de entre los muertos y se hizo evangelio mientras la Gorda amenazaba en vano con el apocalipsis. Y Lula, el espíritu santo, omnipresente y omnisciente, espíritu obrero que santifica, el halo que destella en los retratos de familia.
No hay forma de explicar con contundencia indiscutible esas cosas que pasan en otra parte. Brasil es el paraíso de los digitados discursos opositores argentinos porque queda lejos, no está acá. Hace unos cinco años, en tiempos de campaña para la reelección, justo yo andaba por allá. Lula gobernaba desde 2003. Mariano, el dueño del hotel, un pibe de 26 años que había heredado todo lo que era y tenía, sufría por el futuro del país, culpa de su presidente. “Puede perder. La gente está cansada. Este hombre le está haciendo mucho daño a Brasil”, juzgaba Mariano en español, gracias a Dios, y no en ese amague de idioma comprensible que es el portugués. “Ha acostumbrado a la gente a no trabajar”, decía entre trago y trago de un vaso largo que no había llenado él ni tampoco lo había llevado a la mesa. Se quejaba de que ya no conseguía mozos idóneos para su restorán ni mucamas ni ayudantes de cocina. Botones, por supuesto, no le hacían falta. “Vienen durante el verano, aprenden el oficio. Pero cuando termina la temporada de buenas propinas, se van. No les interesa conservar el empleo. Les da lo mismo hacer cualquier otra cosa”, lamentaba, indignado. Era septiembre. En octubre, Lula sacó el 60 % de los votos y barrió con el presunto opusdeista Gerardo Alckmin. La trinidad latina fue más que la vaticana. Los buenos les ganaron a los malos. Mariano, igual, se iba a Australia, a surfear. Así es la cosa. Cada uno decide de quién está a favor.
Pero sepa, cada quien, que sea como sea, Lula está en todas partes. En los obreros que hoy, acá y allá, pueden más que en 2003. En los dirigentes que no se resignan a hacer mantenimiento de caminos, que aspiran a utopías y gestionan realidades. En los que no se cansan por perder elecciones, empleos, sus padres, su infancia, una esposa, un hijo. En los que eligen pelear junto a los compañeros y no llevarlos de la correa. En los que se embarran el nombre militando. En los que lo conocen por la tele y creen que es bueno porque los malos que le cuentan se lo han dicho. En los discursos infames de Alfonsín y el Cabezón asesino. En todas partes. Así es el espíritu santo.
Publicado en el diario La Unión del 27 de octubre de 2011.