Cosa de hombres. No de él; de nosotros, los demás. Él es un colega, un tipo sesentón, que ha estado en más notas y eventos memorables de lo que se le nota. Bonachón, un poco tímido, cuidadoso de las formas hasta para hablarle a un pasante que se cree Víctor Hugo Morales porque el otro día fue a cubrir Fénix-Sacachispas y en el diario salió la síntesis. Con modales y modos de otros tiempos, desenfocado entre tanta pendejada que últimamente vaiviene por las redacciones (“a mí no me manden mails, porque no tengo”, pidió un día inolvidable). Nada que ver con esos estereotipos de periodista que pinta Hollywood, desde Clark Kent hasta el salame de Michael Keaton; no le dice nada –sabe que no sirve para nada— la frase “paren las rotativas”, más bien prefiere “voy a buscar un café, ¿alguien quiere?”. Un buen tipo, algo apocado. De ésos que los demás llamamos por el diminutivo del nombre por mezcla de cariño y compasión.
Un día estábamos hablando de él, y uno de esos pendejos fue que dijo, y le cambió la historia: – ¿Sabían que cuando era joven (así dijo el pendejo irrespetuoso) Miguelito salió con una vedette?
–¿Con quién? ¿Con Moria Casán?
–No, pero algo así. Me las confundo. A ver, esperá… ¡Che, Luis, ¿cómo se llamaba la mina ésta de Miguelito?!
–¡Libertad Leblanc!
–Ah, sí. Libertad Leblanc. Con ésa.
Cosa de hombres. No me voy a extender demasiado en el tramo en que no le creímos, que averiguamos y que era cierto. La cuestión es que, sí, era.
Por suerte no fue Moria. Moria anda con peluqueros, camioneros, futbolistas, Castiglione, envejece en cámara y es una de las dos únicas personas en el mundo –la otra es Carlos Perciavalle— que sigue diciendo “¡brutal!”. Libertad Leblanc, en cambio, es un misterio. Más que eso: es un misterio con dos tetas como dos Fiat 600. Tetas que compró cuando decidió que iba a ser “la rival de Isabel Sarli” (y así se promocionó en sus afiches), rubia, pálida y astuta. Filmó películas, no importa cuántas. Del estreno de la última ya hace 35 años. Y después se fue. Y volvió muy de vez en cuando, como para recordarnos que no estaba. Al principio alguna aparición cada tanto en la tele. Más adelante ni eso, ni siquiera notas en revistas, salvo una o dos excepciones, y una obra de teatro autolaudatoria y de poco vuelo hace unos pocos años. Por aquí y por allá, chispazos de peronismo indigno, en el palco al lado de Rousselot mientras Herminio quemaba el cajón en el 83, rondándole al Turco en la trasnoche de los 90, o con los vestidos de Evita en un raro filme alemán. Y eso fue todo, amigos. Sus películas no se ven por el cable, no se consiguen en los videoclubes ni en las mantas, no se encuentran en Taringa. Las de la Coca las conocemos todos; de las de ella, sólo un cinéfilo podría recordar algún título. Su rostro no sale en Caras. No se sabe si está sola o en pareja, feliz o triste, si lo que dice es verdad o mentira. Se casó y se separó del empresario Leonardo Barujel –el que le dio aquel busto— y ya no se le conocieron más amores. Bah… casi nadie se los conoció. Salvo nosotros. Que nos enteramos hace poco. Y desde hace poco, ahora, a Miguelito le decimos Miguel.
Cosa de hombres.
Publicado en la edición Nº 38.851 del diario La Unión, el 24 de febrero de 2011.